Al inicio de La Grande Belleza (2013) -opus magna de Paolo Sorrentino- vemos a un turista oriental de visita en Roma. Con cámara en mano y como parte de un tour, el hombre empieza a tomar fotos de la imponente ciudad. La belleza lo abruma al grado de caer al piso. El hombre ha sufrido un ataque al corazón.

Se trata obviamente de una metáfora sobre cómo la humanidad se deja seducir con la belleza oceánica de las cosas. Más allá de todo lo que se pueda debatir, allá afuera existen cosas bellas y la humanidad siempre es proclive a ello. Puede ser una ciudad, una película, una fotografía. Perseguimos la belleza, nos inunda, a veces incluso al grado de perder los sentidos y desfallecer.

Aunque todo lo anterior no deja de tener un sentido poético, es cierto que en ocasiones la belleza intoxica y nubla la razón. No por nada recorremos kilómetros para ver Roma, París, o Praga, viajamos horas y gastamos un presupuesto considerable para ir a un museo y estar media hora frente a un Rembrandt o un Van Gogh.

Esa característica humana, de darlo todo por la belleza y dejarse intoxicar por ella, es usadacomo extraño argumento en un documental de recién estreno en Netflix. Se trata de Made You Look: Una historia de arte falsificado, del prolífico documentalista canadiense Barry Avrich.

El filme narra uno de los fraudes (si no es que el mayor fraude) en la historia del arte como negocio en los Estados Unidos. Al centro de este relato está Ann Freedman, la entonces presidenta de la prestigiosa galería Knoedler, fundada en 1846 y que había sobrevivido a dos guerras mundiales y recesión. Por sus vitrinas pasaron obras maestras de muchos pintores y era toda una institución, venerada especialmente en Nueva York y su poderosa art scene.

Un día de 1995, una mujer llamada Glafira Rosales busca a Freedman para ofrecerle en venta unas pinturas, pero no se trataba de cuadros cualquiera, eran (supuestamente) obras de Jackson Pollock, Robert Motherwell y Mark Rothko principalmente. El primer cuadro que Rosales le lleva a Freedman a la galería es un Rothko, y ella lo describe -aún hoy día- como una belleza absoluta. “Si te vas a enamorar de algo material, yo siempre elijo el arte”, decía esta experimentada curadora y vendedora de obras artísticas.

El entusiasmo fue inmediato, apabullante e inevitable. Freedman describe la experiencia de ver esos cuadros como enamoramiento puro. Justo como le sucede al turista que se ve frente aRoma, extasiado hasta la muerte.

¿Freedman habla con la verdad o está mintiendo? Porque el problema es que ese cuadro, y muchos más que Glafira Rosales vendió a la galería Knoedler por espacio de casi 20 años, eran falsos. Cuando el escándalo se descubrió, la galería había vendido un total de $80millones de dólares en arte falsificado.

Y claro, Ann Freedman se dice engañada, inocente, víctima de una estafa. Y su justificación es simple: los cuadros eran hermosos.

Ella no fue la única en caer rendida ante la gran belleza. Siguiendo el procedimiento estándar para verificar la autenticidad de las piezas, se recurrió a otros expertos. En su mayoría todos cayeron rendidos a los pies de estos cuadros, nombrandolos “auténticos tesoros”. Y cuando hubo alguien que puso en duda la veracidad de los mismos, Freedman simplemente no escuchó, prefirió seguir en la intoxicación de la belleza, el prestigio, y claro, el dinero.

Con una estructura convencional, el director Barry Avrich no sólo narra con exactitud y contagioso apasionamiento esta increíble historia sobre uno de los fraudes más sonados en el mundo del arte actual, sino que además logra entrevistar a prácticamente todos los involucrados, desde la ya mencionada Ann Freedman, hasta algunos de los que cayeron en la estafa y que en su momento demandaron, hasta al esposo de la principal sospechosa, Glafira Rosales.

La resolución de la corte sobre todo este caso es sorprendente, así como el destino final de todos los involucrados, pero Avrich no deja de sembrar la duda: ¿qué tanto del arte que vemos todos los días en los principales museos del mundo es en realidad una copia falsa? El propio director del MET de Nueva York respondió en entrevista: “no tengo idea”.

Y como bien lo menciona el abogado de Ann Freedman: al final, los cuadros no pierden su belleza, son absolutamente extraordinarios. El que sean falsos, y que valgan $0 dólares, no les quita un ápice de su belleza.

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