Toda historia depende del punto de vista del cual se cuente. Esto es correcto incluso con los llamados “cuentos de hadas”. Por ejemplo, en La Cenicienta (1950), el cuento clásico de Disney basado en la versión de Charles Perrault (a su vez basado en la versión mucho más cruel escrita por los hermanos Grimm) narra (como seguramente saben) la historia de Cenicienta, una guapa mujer sometida al yugo de sus hermanastras quienes la sabotean para que no pueda ir al baile real. Eventualmente Cenicienta llegará al baile en un hermoso vestido, a bordo de un carruaje y llamará la atención del príncipe, todo gracias a su hada madrina.
En su ópera prima, La Hermanastra Fea (Noruega-Dinamarca-Rumanía-Polonia-Suecia), la realizadora de origen noruego, Emilie Blichfeldt, propone voltear la cámara no hacía Cenicienta sino a una de sus hermanastras, la que es considerada por todos como la menos agraciada.
Mejor aún, Blichfeldt (quien también es guionista), se basa no en la versión de Disney sino en la original de los hermanos Grimm, que es mucho más despiadada, rayando incluso en lo cruel. El resultado es una novedosa mezcla entre sátira, gore, humor negro y horror corporal, que hacen evidente ese estadío mental donde una mujer está dispuesta a todo para tener un cuerpo perfecto.
Como toda joven del reino, Elvira (Lea Myren) sueña con casarse con un guapo príncipe. Cohibida por su ortodoncia y su gusto por lo dulce, Elvira es tímida, pero sus rizos tiemblan con seguridad: "Me casaré con el príncipe". Su madre suelta una risa amarga, pero en cuanto se anuncia un baile real, su burla se transforma en la vil ambición de transformar por completo a su hija.
Y es que el famoso matrimonio va más allá de un simple anhelo romántico: la familia de Elvira está en quiebra, por lo que resulta importantísimo que el romance con el príncipe suceda, o de lo contrario ocurrirá algo de más horror: serán pobres.
La Hermanastra Fea incluye escenas de rinoplastias domésticas a martillo limpio, un procedimiento de optometría que nos recuerda a Un Perro Andaluz (1929), partes del cuerpo cortadas, y un truco para bajar de peso que resulta en un verdadero asco.
No hay nada, pues, que esta mujer (siempre manipulada por su madre) no esté dispuesta a hacer con tal de gustarle al príncipe. El precio de la belleza es sangre y sufrimiento, empero la recompensa puede ser por demás jugosa (imagínense ya no tener que trabajar). ¿Qué vale más? ¿Un martillazo en la nariz o la ligereza de saber que no hay problemas económicos en un futuro?
La metáfora es obvia, pero no por ello menos incómoda y furiosa. El uso del body horror recuerda poderosamente a The Substance (Fargeat,2024), pero la diferencia es que aquí -¡qué curioso!- el relato no parece un cautionary tale propio de los cuentos de hadas sino un sangriento testimonio de lo que estamos dispuestos a hacer con tal de ser bellos.






