Por: Alejandro Alemán

Una maldad extravagante y religiosa es la constante de The Devil All The Time, adaptación de la novela homónima del escritor Donald Ray Pollock y dirigida por el norteamericano Antonio Campos.

Situada en algún pueblito del llamado cinturón bíblico de los Estados Unidos, el protagonista de esta historia es Arvin, al que conocemos cuando es un pequeño niño (Michael Banks), eternamente golpeado por sus compañeros de escuela. Su padre, Willard (extraordinario Bill Skarsgård) le enseña una importante lección: ataca a los que te atacan en el momento preciso, cuando tengan la guardia baja.

Ojalá las lecciones paternas se hubieran acabado ahí, pero el problema es que el padre de Arvin (ex-marine, casado con una mesera de un dinner de la cual se enamoró a primera vista) es básicamente un fanático religioso.

Cuando la mamá de Arvin cae enferma, su padre no encuentra más remedio que rezar, muy fuerte y con harta devoción, frente a la cruz improvisada que desde hace años tienen en el patio trasero de su casa. La desesperación del hombre lo lleva a cometer una locura y Arvin queda solo frente al mundo.

Esta no es sino apenas la primera historia de un relato coral que avanza por varias generaciones y muchos años, desde los años 40 y hasta la década de los 60. En todas (o bueno, casi todas) las historias, la constante es el fanatismo religioso, que irremediablemente lleva a los hombres y mujeres de esta región de Estados Unidos a cometer cualquier clase de barbaridades.

“Una Serie de Eventos Desafortunados”, pero con Biblia en mano y en la Norteamérica profunda, aquella de los rednecks y los que luego se convertirían en votantes de Trump.

La película recorre por espacio de un poco más de dos horas a personajes quebrados por dentro, embrutecidos de religión y locura. Es el tipo de películas sombrías y lúgubres donde luego de los primeros 20 minutos te queda claro que nadie saldrá bien de todo esto.

Y ese probablemente es su principal problema. Los asesinatos, suicidios y muertes en general están a la orden del día. Es tanta la tragedia que se vuelve predecible y absurda. Campos enfrenta el reto con brío, no importando que lo grotesco, lo gótico, lo lúgubre lo detenga.

Para ello, Campos recurre (principalmente) al cajón de trucos de Martin Scorsese: la voz en off que todo lo explica, la música que sirve como un elemento narrativo más, y claro, la violencia directa, a cuadro, sin temor a nada, aunque el público tenga (tengamos) que voltear hacia otro lado.

En medio de ese festín de malas decisiones, de fe ciega, de corrupción y abusos de poder, está el impresionante cast de actores del cual sólo destacan dos, el ya mencionado Bill Skarsgård, -cuya intensidad permea a lo largo de toda la película- y Robert Pattinson, convertido aquí en un sexy pero malévolo predicador con piel de oveja del cual sólo hay que esperar el momento que ataque.

Arvin crece y se transforma en Tom Holland, y aunque mucho se ha dicho sobre su actuación y ese acento sureño, lo cierto es que no encontré nada extraordinario en su interpretación de este personaje que sufre en carne propia los pecados de la fé.

Una película cruel cuya violencia demente y religiosa termina por jugarle en contra: es tanta la sangre y los muertitos que llega un instante donde deja de importar demasiado quien vive o quién muere. Queda claro que no hay escapatoria y que la religión no será refugio.

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