Vivimos en una época de profundas contradicciones políticas, sociales y personales que nos han conducido a una polarización nacional cada vez más preocupante. Pareciera que en México los ciudadanos hemos decidido formar bandos, que lejos de reconocerse y aceptarse, se repelen, se critican, se juzgan y se condenan. Los ricos contra los pobres, la izquierda contra la derecha, los malos contra los buenos. Hemos perdido de vista que lo colectivo nos compete a todas y a todos y que la única manera de hacerlo funcionar es si se construye en conjunto. En las últimas décadas hemos ido abriendo más la brecha que nos divide en lugar de buscar los puntos comunes que nos unen. Entre los discursos públicos y privados, y las acciones que decidimos tomar en lo individual o en lo colectivo, urge reflexionar más allá de nuestras filias y nuestras fobias. La pregunta impostergable es ¿qué tipo de ciudadanos queremos ser? ¿Cómo es la sociedad en la que queremos vivir?

Nos enfrentamos a la necesidad de construir un país más libre, justo y próspero en un mundo cada vez más interconectado, complejo y desafiante. El error está en pensar que esta construcción nacerá desde nuestras diferencias y atendiendo a la soberbia de considerar nuestra posición individual como la verdad absoluta. Al final de cuentas, las y los ciudadanos de este país sí que tenemos problemas en común, y luchar contra ellos en resistencia conjunta será la mejor forma de comenzar un proceso de reconciliación social.

La corrupción en nuestro país se ha convertido ya en un problema tan arraigado, que algunos incluso lo han llegado a considerar como inherente a nuestra sociedad y a nuestros gobiernos. Hemos normalizado a tal grado el uso de sobornos, el tráfico de influencias, la evasión fiscal, los fraudes, el compadrazgo, el nepotismo y la impunidad, que incluso los hemos premiado en lugar de castigarlos. Sin embargo, hemos sido testigos una y otra vez que la corrupción nos daña y nos destruye a todos, de manera individual y colectiva. Porque lo que sucedió la noche del 3 de mayo en la línea 12 del metro de la Ciudad de México entre las estaciones de Olivos y Tezonco en Tláhuac no sólo le quitó la vida a 26 personas y dejó a casi un centenar de heridos, también dejó a cientos de dolientes y a una ciudad entera viviendo en el terror de la posibilidad de convertirse aleatoriamente en víctimas de un accidente similar, derivado de la corrupción gubernamental.

Estos eventos, que nos golpean como sociedad, ciudad e incluso como país, son desafortunados recordatorios de que las prácticas corruptas nos afectan a todos, que no son normales y que debemos luchar contra ellas y sacarlas de nuestros sistemas públicos y privados.

Más allá de nuestro origen, ideas y preferencias políticas, estoy convencido de que frente a los abusos y las malas prácticas, todos estamos del mismo lado cuando tenemos un mismo problema que resolver, y solo en la medida en la que tengamos la capacidad de unirnos como sociedad, podremos reclamar un ejercicio público transparente y dispuesto a rendir cuentas ante cualquiera de sus acciones.

Ante las tragedias, que parecieran ya incontables e infinitas, queda la reflexión. Pensar en el país en el que queremos vivir y elegir individualmente para el bienestar colectivo.

Senador

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