A finales del siglo, un personaje caudillesco y autoritario decidió modernizar al país en una suerte de segunda transformación. Porfirio Díaz olió que la vida francesa era chic y la norteamericana era grotesca y optó por la cultura europea.

Los Campos Elíseos llegaron a México, aprovechando el ensueño de la emperatriz Carlota, y nuestro Paseo de la Reforma llegó a embellecer a nuestra ciudad, siguiendo la norma de Gutiérrez Nájera que decía que “la ciudad de México no empieza en el Palacio nacional, ni acaba en la calzada de Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas. Estas patas son sucias y velludas. Los ayuntamientos, con paternal solicitud, cuidan de pintarlas con lodo mensualmente...”

La lenta y gran tortuga, cien años después, se convirtió en un correcaminos que ha generado una ciudad enloquecida que se expande como en esas películas en que la lava arrastra con todo, después de una erupción.

La ciudad porfirista tuvo en el Paseo de la Reforma la oportunidad de plasmar su visión de la historia, contada a través de las estatuas; la idea positivista del progreso se planteó esa lectura, comenzando con Cristóbal Colón que, se sabe desde siempre, que no descubrió América, y que sin embargo es el precursor de una etapa en el mundo: el inicio del capitalismo y de la globalización que, nos guste o no, vivimos en la actualidad.

La segunda estatua fue Cuauhtémoc, el gran mito, el símbolo de la derrota nacional que vivimos a diario, y que por ende adoramos ser parte del equipo que perdió la historia. (Aunque únicamente fue la derrota de ese pueblo gandalla y prepotente que fueron los mexicas)

La tercera corresponde a la columna de la Independencia, en donde se plasma a un grupo de criollos que enaltece el nacimiento de la Nación mexicana.

Muy burdamente, ese el era el proyecto que hacía una pausa pare esperar la llegada del progreso, suponiendo entonces que algún día se alzara la estatua del Héroe del 2 de abril, Porfirio Díaz.

Llegó la Revolución y se detuvo el sueño de Díaz.

Cuando las aguas revolucionarias retomaron su cauce, con el conservador presidente poblano Manuel Ávila Camacho, se colocó una estatua de la Diana Cazadora (a la que se le puso taparrabo pues había que esconder esa inmundicia) El pretexto era embellecer la ciudad; Monsiváis decía que era la representación del poder: dar el trasero al norte y sin saber a qué le tira.

Después de setenta años, un ocurrente gobierno decidió, por sus pistolas, bajar a Colón de su pedestal. No sé si fue bueno o malo, sí sé que es una arbitrariedad más de la Jefa de Gobierno, que en un afán nostálgico y conservador muestra una vez más su gesto autoritario, como ya hizo al querer convertir el Zócalo en Tenochtilandia, cambiar el nombre a las ruinas de un árbol y a una de las calles más populosas de la ciudad.

Mientras el metro sigue en ruinas y sin castigarse a los responsables de la muerte de 27 personas, las calles llenas de inundaciones y baches y los niños en escuelas insalubres con el COVID encima, creo que jugar a las estatuas de marfil no es la mejor opción para quien dice gobernar la ciudad más grande del mundo.

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