Hubo una vez un presidente apellidado López, cuyas sentencias han pasado a la historia una y otra vez. “No pago para que me peguen”, dijo con burda sutileza, en lugar de la agresiva frase que, otro López, ha dicho: pasquín inmundo, por ejemplo.

Ese otro López, visionario, afirmó: “Nos estamos convirtiendo en un país de cínicos”.

Y de eso ya no hay dudas. Hoy se aplaude el acarreo más burdo de nuestra historia, hoy se congratulan de que nuestro ejército vista de civil para participar en la contramarcha presidencial, por ejemplo.

Quienes fuimos niños en los años sesenta y setenta, durante esos primeros años de la televisión, veíamos, en cadena nacional, cómo pasaba el presidente, con calles enteras llenas de confeti y, cual si fuera un faraón, era aplaudido, vitoreado y durante el tiempo que transcurría su largo andar no había ni un corte comercial ni nada que interrumpiera ese camino del presidencialismo faraónico.

Eran esos años en que el presidencialismo autoritario gobernaba TODO, sin chistar, sin el mínimo cuestionamiento. La caricatura es el mejor ejemplo de esos años en que la prensa no era capaz, siquiera, de criticar, mínimamente, al presidente.

La democracia era inexistente. “La dictadura perfecta”, le llamó Mario Vargas Llosa.

Esos gobiernos faraónicos aplastaron a la sociedad, no permitiendo otras voces que las suyas, como hoy, en que el presidente AMLO cree que el país es de su propiedad y que “nos hay más ruta que la suya”.

A finales de los años sesenta, esa olla exprés en que se había convertido el país estalló. Miles de jóvenes salieron a protestar y la respuesta del poder fue la represión. Por cierto, algunos de estos jóvenes hoy son parte del sistema, como Pablo Gómez.

Recuerdo el poemínimo de Efraín Huerta: “A mis antiguos compañeros de marxismo, no los puedo entender. Unos están en la cárcel y otros están en el poder”. Afortunadamente, esto último no es el caso.

Muchos de los sobrevivientes de la represión, se prepararon, o eso creían, para responder de la misma manera, y comenzó una lucha estéril de guerra de guerrillas cuyo resultado fue, de nuevo, la muerte de muchos jóvenes que ofrendaron su vida por un México mejor.

La crisis política de la dictadura perfecta se expresó, de manera contundente, en 1976, cuando sólo el viejo PRI presentó candidato a la presidencia, junto con sus satélites, y su triunfo fue contundente. Sin rivales, con un pueblo desencantado y reprimido y una crisis económica que presagiaba lo peor.

Un hombre visionario, Jesús Reyes Heroles, lo entendió perfectamente y emprendió y estimuló una primera reforma política y la apertura de las diversas expresiones políticas existentes en nuestro país. Entendió, lo que les cuesta comprender al actual presidente, que México es plural.

Ese fue un primer momento en que los mexicanos comenzamos a confiar y a participar en las elecciones. En 1982 los comunistas y los sinarquistas tuvieron una presencia electoral importante en las elecciones presidenciales en donde ganó el primer presidente neoliberal de este país: Miguel de la Madrid.

Seis años después, ocurrió la hecatombe, la crisis final del PRI: Cuauhtémoc Cárdenas y otros personajes del priismo nacionalista rompieron con el priismo tradicional y participaron en las elecciones y ocurrió el fraude electoral más impresionante de la historia. Por cierto, este fraude fue orquestado por Manuel Bartlett, que hoy sigue activo dentro de la “cuarta” transformación.

Hasta este momento, mucha gente se pregunta ¿dónde estaba López Obrador esos años? Era un priista ortodoxo, formado en su juventud por el echeverrismo y el lopezportillismo. Fue un salinista que no rompió con el PRI, como Cuauhtémoc, Muñoz Ledo y otros personajes.

Esto generó una nueva crisis del poder que llevó a una nueva reforma política, que le quitó al gobierno el control de los comicios al crear el Instituto Federal Electoral y que, además, perdiera el gobierno de la ciudad, en 1997, y del país, en el 2000, ante sendas expresiones políticas: una tímida izquierda, en el primer caso, y una clara derecha, en el segundo.

Desde los años setenta, la prensa también jugó un papel de primer orden, periódicos como El Universal abrieron sus páginas a editorialista y caricaturistas críticos, como el inolvidable Rogelio Naranjo y Helioflores; a la par que tuvo las plumas de los políticos de oposición brillantes como Heberto Castillo, Gerardo Unzueta o Gilberto Rincón Gallardo.

La apertura democrática se amplió como nunca, hasta 2018, cuando el presidente AMLO obtuvo una mayoría aplastante ante sus contrincantes. Aliado del poder fáctico y desangrando a todos los partidos, fue capaz de aglutinar en torno suyo las más diversas expresiones políticas, desde la ultraderecha más rancia (Alfonso Romo o Manuel Espino) hasta grupo de ultraizquierda. Una sociedad diversa y plural, ansiosa de verdaderos cambios, apostaron por él, deseoso de ver un nuevo país, más abierto, plural y democrático, pero…

Tenemos un país donde la oposición ha sido triturada y absorbida por este gobierno, y una sociedad en la orfandad política que, sin embargo, fue capaz de defender la instancia ciudadana con mejor aprobación de nuestra historia y que ha sido un baluarte en las elecciones de los últimos años, el Instituto Nacional Electoral.

Miles, cientos de miles, marchamos por todo el país apoyando a esta institución que ha logrado que este país mantenga el pluralismo.

La respuesta fue la cínica burla desde el poder y la contramarcha de este 27 de noviembre que quedará registrada en la historia como el día de la ignominia nacional.

Desde el poder, lejos de buscar un dialogo con los ciudadanos que, desde la diversidad misma, mostramos una posición política diferente y dispersa, ha dicho no, demostrando que hoy estamos más cerca del pasado, que del futuro.

Un país de cínicos, dijo López Portillo.

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Historiador 

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