Mientras la película Ruido, de Natalia Beristain, rompe récords de audiencia en Netflix, la realidad insiste en volverse insoportable para miles de seres humanos y madres que, como Julia, interpretada por Julieta Egurrola en la cinta, viven el infierno de la desaparición y búsqueda de una hija. Así conviven la desolación ante el dolor y, al mismo tiempo, el asombro por una pieza cinematográfica que hace de la tragedia una obra de arte.

Ruido cuenta el vía crucis de Julia en busca de su joven hija, Gertrudis. Magistral bajo la dirección de Natalia, su hija en la vida real, Julieta Egurrola nos conmueve hasta el alma. Vemos a la periodista que la acompaña cuando se une a un colectivo de buscadoras de San Luis Potosí. ¿Por qué haces esto?, le pregunta Julia. “Porque tengo una hija”, le responde la reportera (Teresa Ruiz). En lo personal, esa frase se me quedó adentro como daga y como vela. Porque tengo hijas. Entonces miro la pantalla con los ojos, pero también con el corazón y las entrañas. Esta pieza la hicieron mujeres, no podía ser de otra manera, pienso.

Con la película dentro, incluidas la frialdad criminal y la rendición de las autoridades, me enfrento, como todos en este país, a noticias como la de Angela, joven de 16 años que desapareció, de un segundo a otro, en Indios Verdes. Su madre eleva la voz, cierra la carretera, su desesperación es la de Julia y la de cientos de miles de madres más. La rabia de su hermana, igual. Tres días después la encontraron envuelta en una bolsa de plástico, en posición fetal, aterrada, en Nezahualcóyotl. La misma semana desaparecieron, en una carretera entre Zacatecas y Jalisco, en el municipio de Tepetongo, Viviana, Paola y Daniela con José, su novio. “No es justo que la gente esté desapareciendo nomás porque sí”, dice el padre de dos de las chicas, Daniel Márquez, lleno de sentido común. Irma Montoya, madre de Paola, agrega: “Es verdad que somos más los buenos, pero hay que tomar acciones”. Y exigen justicia.

Ante el horror y la parálisis que provoca la información cotidiana, hay alternativas inmediatas y a largo plazo, para no cerrar los ojos. El naturalista John Muir propone aprender de los bosques y del fenómeno llamado inoculación: “La fusión de árboles separados en un solo organismo a través de las raíces y las ramas hermanadas durante años”. Ya no se trata de una simbiosis entre dos organismos sino de un nuevo organismo híbrido que comparte los recursos vitales. “Estamos atrapados en una red ineludible de mutualidad”, diría Martin L. King.

Elie Weisel aseguraba, desde la conciencia de la hermandad, que “todos somos cuidadores de los otros”. El antídoto contra la parálisis derivada de la sobreinformación de calamidades, para el escritor, está en los pequeños actos, en sembrar semillas, alimentar el diálogo. La acumulación de ellas podría cambiar el mundo.

Quizá no podamos sentir, sin haberlo vivido, el sufrimiento de una madre a la que han arrebatado una hija, pero sí podemos escuchar, acompañar, hacernos presentes, como sugería Weisel, Nobel de la Paz. Lo hacen, por ejemplo, Alelhí Salgado y su entrevistada Ceci Flores (El Universal 23 /I/2023), líder del colectivo Madres Buscadoras de Sonora, quien afirma: “El amor es más grande que el miedo. El miedo que nos dan las autoridades, el miedo a nombrar lo que perdimos, tenemos que soltarlo porque no estamos solas, aunque haya quienes anulen nuestro dolor”. Se suma el colectivo Antifaz con su podcast La espera. Y, desde luego, Ruido, que se proyectará el viernes 27 de enero, a las 17 horas, en la Glorieta de las Mujeres que luchan. Mirar compromete. Hagamos ruido.

adriana.neneka@gmail.com

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