En tiempos difíciles cortarle las alas al arte y a la producción cultural es restarle valor a todo aquello que nos permite seguir la vida con dignidad. ¿Cómo llevaríamos estos días sin libros, sin música, sin películas, sin ese universo visual que muchos creativos han convertido en espacio para el juego y el humor?, ¿qué haríamos sin la posibilidad de leer historias que nos llenen de viajes y paisajes imaginarios o de poesía que nos nutra de palabras para contar lo que sentimos? Quitarle fondos al mundo de la imaginación y la creatividad es reducirnos a la categoría de rebaño, a sujetos en la mira de la vigilancia sanitaria, a personas cuya identidad será reducida a la categoría de sano o enfermo.

Por eso y porque este texto se publica en plena Semana Santa, quiero recordar uno de los episodios que Stefan Zweig relata en su libro Momentos estelares de la humanidad. Ningún artista, dice en el Prólogo, es durante las 24 horas de su jornada ininterrumpidamente artista. Todo lo que de esencial, todo lo que de duradero consigue, se da siempre en los pocos y extraordinarios momentos de inspiración. Resplandecientes e inalterables como estrellas, hay momentos que brillan sobre la noche de lo efímero, advierte el autor antes de narrarnos episodios cuya luz perdura a lo largo de los tiempos. Uno de ellos nos sumerge en la composición de El Mesías, por Georg Friedrich Händel.

El 13 de abril de 1737, el artista alemán con residencia en Londres estuvo a punto de morir por una apoplejía que paralizó la mitad de su cuerpo a los 52 años. “Tal vez podamos conservar al hombre. Al músico lo hemos perdido”, sentenció el doctor Jenkins. Se equivocaba. La férrea voluntad del músico lo hizo recuperar, tanto el movimiento, como la alegría de vivir. En 1740, sin embargo, un duro invierno londinense que cerró los teatros, canceló conciertos, enfermó a los cantantes y enmudeció a la crítica y al público, lo abatió de nuevo y cuando más vencido se sentía y vagaba por las calles perseguido por sus acreedores, el poeta Charles Jennens puso en sus manos un texto que pedía música. Era El Mesías.

Cuando Händel leyó la palabra ¡Consolaos! con la que abre el texto se apoderó de él una tormenta interna, recuperó la fuerza, convirtió su habitación en esfera y se aisló durante tres semanas en las que las notas viajaban velozmente de su cabeza y su corriente sanguíneo hasta su pluma y al papel; atrapado en las voces internas de los coros y los instrumentos perdió el sentido del tiempo, apenas y comía migajas de pan, a nadie recibía, cantaba “¡Levantad la cabeza!”, tocaba el clavicordio, “¡Aleluya!”, le quemaban los dedos, la oscuridad se cernía sobre el mundo exterior; en él, “la luz discurría como un torrente”… hasta que hizo del Amén, final del oratorio, una escalera al cielo. Entonces se tumbó a dormir 17horas seguidas.

Jenkins oyó la proeza musical de su paciente mientras “la habitación resonaba con la música del universo” y dijo: “Jamás he escuchado nada igual, tenéis el demonio en el cuerpo”. El compositor le contestó: “Creo más bien que Dios ha estado en mí”. El Mesías se estrenó en Dublín el 13 de abril de 1742 ante 700 personas que, dice Zweig, escucharon a Händel cuando de pronto unió su voz al coro y la sala se llenó de júbilo. Nunca cobró por esa obra. La donó a los enfermos en los hospitales y a los presos en las cárceles, “pues yo he sido un enfermo y me he curado con ella. Y fui un preso, y ella me liberó”.

Con el tiempo se le paralizaron los brazos, la gota entumió sus piernas y perdió la vista, pero siguió creando. Y murió como había querido: un viernes santo. A los 64 años, el 13 de abril de 1759, luego de presentar El Mesías en Covent Garden, “aún no habían despertado las campanas de Pascua” cuando “falleció al fin lo que de mortal había en Georg Friedrich Händel”.

Lo esencial, dice Zweig, acaba siempre por arrebatar la victoria a lo efímero.

adriana.neneka@gmail.com

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