El 6 de enero se cumplieron 50 años de la muerte de David Alfaro Siqueiros. Al descuido de su tumba en la Rotonda de las Personas Ilustres en la Ciudad de México, que denunciaron Miriam Kaiser y Alfonso Miranda Márquez, se suma el silencio en La Tallera, su casa y estudio en Cuernavaca, espacio que lo vio crear su obra cumbre, el mural más grande del mundo. ¿Alguna conmemoración, simposio, homenaje…? Nada.

En su libro La piel y la entraña, Julio Scherer García comparte las entrevistas que le hizo al Coronelazo mientras estaba preso en Lecumberri. Y lo retrata:

“Siqueiros ama la vida sin restricciones. Se entrega a ella como lo que verdaderamente es: una aventura que jamás volverá a repetirse, que no podemos dividir ni confiar a nadie, que no podemos aplazar, que sabemos limitada en el tiempo, pero que sabemos, igualmente, ilimitada en sus posibilidades. La vida lo ofrece todo …”

Con ese ímpetu y pasión por el arte y la vida, Siqueiros realizó en La Tallera La marcha de la humanidad, 4 mil 355 metros cuadrados de pintura mural donde plasmó la conciencia, el drama y la tragedia de los seres humanos. El pintor y Angélica Arenal, su esposa, destinaron sus ahorros a la construcción de su casa-taller en la colonia Jardines de Cuernavaca para cumplir con el compromiso pactado con Manuel Suárez, el empresario que lo comisionó para realizar el proyecto. Era necesario acondicionar un espacio capaz de albergar y trasladar los 72 paneles de asbesto con un peso de 550 kilos cada uno y tres toneladas de pintura para cubrir esa enorme superficie que daría origen a su obra maestra. Al sitio le llamó Tallera, en homenaje a la mujer.

Siqueiros realizó un esfuerzo épico de 16 a 18 horas diarias de trabajo. En la Tallera creó una nueva época del muralismo con métodos, materiales y perspectivas inéditos en el mundo. Durante seis años reunió a cerca de 50 colaboradores, entre pintores, escultores y ayudantes, químicos, ingenieros y fotógrafos. Vinieron artistas de América Latina, Europa, Medio Oriente y Asia. A los 74 años culminó aquel proyecto de vida: la integración plástica entre pintura, escultura y arquitectura y lo trasladó al Polyforum Cultural que lleva su nombre en la Ciudad de México para inaugurarlo en 1971. Murió de cáncer tres años después.

La Tallera cerró en 2010 para remodelación y se reinauguró en 2012 después de la extraordinaria intervención arquitectónica de Frida Escobedo. Todo auguraba un futuro luminoso para este espacio cultural, resguardado por el INBAL, en una ciudad desolada por la inseguridad. Sin embargo, y aunque expongan ahí reconocidos artistas y se realicen proyectos de interés, el recinto padece las consecuencias de la política de austeridad de la 4T que destina gran parte del presupuesto para cultura a megaproyectos como el de Chapultepec y el Tren Maya.

Recorrí la Tallera el domingo pasado. Vista desde la calle de Venus, la estructura que sostenía en el techo un gran panel para anunciar la exposición en curso solo conserva fierros oxidados; el “Centro de Documentación”, donde hay focos fundidos, está semivacío y no muestra más que algunas fotografías junto a dos computadoras desconectadas y un antiguo aparato telefónico en desuso; la alberca del jardín luce el verde de agua estancada... Por ningún lado hay mención alguna de los 50 años de la muerte del muralista que donó su casa y taller al pueblo de México.

Decía Siqueiros que la humanidad “necesita espacio a su alrededor, necesita grandeza”. Y grandeza es lo que le ha faltado a México y a su gobierno para honrar a un artista como él.

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