A finales de 1997, después de entrevistarlo, le pregunté al doctor Kraus: ¿Por qué escribes? Su respuesta me llegó con el obsequio del libro On Doctoring, antología de cuentos, poemas y ensayos que profesionales de la medicina de todo el mundo han escrito acerca de lo que significa estar enfermo, ser curado, perder a alguien o sobrevivir, es decir, algo por lo que todos y todas pasamos, inevitablemente. A partir de entonces y hasta el día de su muerte, el 30 de agosto pasado, la respuesta a mi vieja pregunta llegó con cada uno de sus libros.

Editado por dos médicos escritores, Richard Reynolds y John Stone, On Doctoring nos sumerge en ese proceso del cuidado de pacientes que hace de los y las médicos dueños de una ventana única y privilegiada a la gama más rica y completa de emociones humanas. Lo mismo que la literatura. En la comunicación médico-paciente, en la escucha y el habla mutua, la literatura enriquece el diálogo. Tanto medicina como literatura tienen la capacidad de afectar la calidad del día de una persona. Y “la resonancia entre las dos ofrece una visión única de la condición humana que ninguna provee por sí sola”.

Por ese libro supe que John Keats estudió para cirujano y abandonó ese camino para dedicarse a la poesía. Que Arthur Conan Doyle se doctoró en medicina y que creó a Sherlock Holmes inspirado en uno de sus maestros. Que Chéjov (uno de los autores predilectos de Kraus) publicó sus primeros cuentos el año que se graduó como médico. Me enteré que Williams Carlos Williams trajo al mundo 3 mil bebés mientras cambiaba el rostro de la poesía en Estados Unidos o que Lucille Clifton es autora de Poema a mi útero.

Kraus no dejó la medicina por la literatura, pero sí alimentó una de la otra de manera que al leerlo o escucharlo encontramos al médico, al hijo, al hermano, al padre y al amigo, pero también al escritor y al poeta, al ensayista y al lector voraz y apasionado que busca en la literatura, la poesía y la filosofía respuestas que la ciencia no da. “Escribo para preguntar”, decía.

Creaba una atmósfera de intimidad con sus lectores y pacientes. En Morir antes de Morir. El tiempo Alzheimer narra su dolorosa experiencia al lado de Moisés, que se salvó de los nazis pero no de la enfermedad que se apodera de sueños, recuerdos, lenguaje, sentido del tiempo: “Mi padre murió cuatro meses antes de haber muerto”. En lo personal, Recordar a los difuntos me acompañó en un momento especial con un texto cargado de sabiduría y ternura. Al hablar de Helen, su madre, me hablaba de la mía. Me conmoví y me conecté con la vejez de una nueva manera. Inolvidable su frase al morir mi madre: “Malvido, no hay buena edad para ser huérfanos”.

Como en todas sus obras, en La morada infinita. Entender la vida, pensar la muerte está el conocimiento que reflexiona desde la bioética y la literatura. En sus líneas dignidad, autonomía y libertad son valores tan abrazables cuando habitamos el presente, como cuando pensamos nuestro final. Nos conecta con el dolor, la incertidumbre y el miedo, pero también con el valor del afecto, la palabra, la voz, el tacto, la mirada y el privilegio de quien acompaña.

Solía citar a Lévinas: “Desde el momento en el que otro me mira, yo soy responsable de él (…) mi responsabilidad es intransferible”. Y a Dostoyevski: “Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que todos los otros”.

Así de hondo era su compromiso. Así de honda, su relación con el mundo, sus pacientes y amistades que, extrañándolo ya, esperamos agradecidos su libro póstumo Cuarto 412, donde narra sus días con cáncer.

adriana.neneka@gmail.com

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