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“Aquí no es posible ser feliz, pero siquiera sobrevivimos”. Es como Rosa Amelia Amaya Hernández, de 59 años, define la vida desde la choza que construyó con su hijo en las inmediaciones de las colonias Buena Vista y Santa Clara, en Ecatepec, Estado de México: “No hay felicidad como vivo”.

Rosa o La Güera, como le dicen sus vecinos, vive en pobreza extrema mientras muestra su despensa: una botella de aceite casi vacía, unas papas a punto de brotarles las raíces y una bolsa con tomates verdes con la que planea hacer una salsa. Todo lo cocinará en la fogata que se ubica al centro del patio.

Rosa vive con sus hijos Alicia, de 16 años, y Christian, de 18 años, y en ocasiones los visitan su otra hija Brenda, de 17 años y su nieta, una bebé de dos años llamada Jacqueline. Con ellos vive Armando, un hombre de la tercera edad que se acercó a pedirles asilo.

Rosa tiene otra hija, Alejandra, de 23 años, que se fue de la casa al casarse: “Soy madre soltera desde hace 16 años. He estado aquí y he sacado adelante a mis niños. Me da un gran orgullo porque soy una mujer muy luchona y siempre lo he sido. Doy gracias a Dios que he salido adelante con mis hijos, porque en los lugares donde vivimos es increíble de que estemos bien”, relata.

La familia comparte una de las dos habitaciones de una choza levantada en un terreno baldío sobre la avenida Morelos, en los confines de Santa Clara y Buenavista, a unos metros de la autopista México-Pachuca; la otra habitación no la usan porque tiene más goteras.

Las paredes están hechas de cartón, plástico y maderas que Rosa y Christian han recolectado. Usan una cobija en vez de puerta y el suelo de tierra en esta época de lluvias es un lodazal. La familia se cuelga de un poste cercano para tener luz, se alumbran con un solo foco.

“Llegamos aquí porque nos corrían cuando no teníamos para la renta. Andaba en la calle y me quedaba en los baldíos o en cualquier lado con ellos, hasta que llegué aquí y puse una mantita y me tapaba con mis hijos, luego hice un cuartito y así fue la historia de nuestra casa. Estos cuartitos me han costado”.

Su posesión más preciada es una grabadora a la que sólo le sirven el reproductor de cassette y el radio; ahí la mujer que no concluyó la primaria escucha los noticiarios “para saber lo que está pasando” en el país o bien, en otros momento cantar sus canciones preferidad de Rocío Dúrcal y Ana Gabriel.

Los sillones donde duermen sirven también de sala, sólo que ahora están mojados por la lluvia: el agua se coló por las tejas de plástico agujereadas y empapó los muebles y cobijas. En la vivienda, Rosa recolectó una cubeta de agua de lluvia con la prevé cocinar, lavar trastes y preparar un café. No le gusta el sabor del agua, pero la hierve porque de esta forma se ahorra los 20 pesos que cuesta un tambo de 300 litros, o la caminada de 10 cuadras cerro arriba para llenar su única cubeta.

“No me gusta el café de agua ‘llovida’, se puede cocinar si la hierves, pero cuando te preparas el café le queda un sabor feo al final”. Por hoy ese será el desayuno y la cena.

La familia se sostiene de los ingresos generados por empleos informales: Armando barre las banquetas de los vecinos a cambio de propinas que van de tres a cinco pesos. Christian sale de su casa a las seis de la mañana y regresa pasadas las 20:00 horas, a veces trabaja como ayudante de albañil, otras se sube a los camiones a cantar temas de hip-hop, o se pone a vender dulces y regresa a casa con 70 pesos.

Rosa trabajaba en la construcción con un sueldo de mil pesos a la semana hasta que se lastimó.

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