Ningún presidente en la historia de Estados Unidos había sido procesado penalmente. Hasta que llegó Donald Trump. Su foto de fichaje es su triste boleto para la historia.

Su triunfo, en 2020, dejó boquiabiertos a quienes aseguraban que Trump no era sino un mal chiste y que jamás podría ser presidente del país más poderoso del mundo. Demostró que millones de estadounidenses pensaban como él, aunque les diera vergüenza decirlo. Cuatro años después, envalentonados por la presidencia de un hombre que resultó ser un firme creyente de que estar en la Casa Blanca, lejos de convertirlo en servidor público le daba un cheque en blanco para hacer lo que le diera la gana, ya no había más vergüenza.

Ya que Trump no había ganado la reelección, y se negaba a creerlo, prefiriendo alegar que hubo un fraude que no pudo probar, ellos tampoco lo creían. Y cuando el republicano en el cargo más importante del país les pidió defenderlo, no dudaron en irrumpir en el Capitolio para evitar, como fuera, que los legis- ladores no certificaran la victoria de Joe Biden.

Trump no pudo convencer a su vicepresidente, Mike Pence, de actuar inconstitucionalmente; tampoco al secretario de Estado de Georgia de que “encontrara”, igualmente como fuera, los votos necesarios para darle allí el triunfo y revertir el resultado de las presidenciales a su favor.

Hoy, el expresidente paga el precio por su actuar ante la ley. Cuatro procesos, dos de ellos relacionados directamente con las elecciones 2020. Aun así, nadie parece poder detenerlo para ser el candidato republicano a la presidencia. Y cuando se da la oportunidad de que sus contendientes de partido expresen fuerte y claro que lo que Trump hizo está mal, que una persona con tantas cuentas con la justicia, y con ese tipo de cuentas, solo dos voces en el debate republicano se atreven a decir que no están dispuestos a apoyar su candidatura si es declarado culpable. La respuesta del público: abucheos masivos.

Trump se burla de los procesos, que llama cacería de brujas, y afirma que le significan donaciones millonarias. No tiene empacho en hacer negocio con la foto de su fichaje y en decir que es su pase de regreso a la Casa Blanca. Tiene razón. Una buena parte de los ciudadanos estadounidense lo quiere de regreso a la Casa Blanca, sin importar su historial, su manejo de la pandemia, la división que generó en el país.

Estados Unidos socava su propio poderío. En medio de una China cuyo poder no para de crecer; frente a un mundo inestable, con guerra en Ucrania, con amenaza nuclear, climática, con crisis migratoria, los estadounidenses ven sus propios ombligos.

El que se preciara de ser un país ejemplo de democracia hoy tiene como aspirante presidencial favorito a un hombre que puso sus intereses y caprichos por encima de la democracia, que dio al mundo las primeras imágenes de un país convertido en una república bananera, con un Capitolio invadido por una multitud que Trump llama “buenos muchachos”, con los legisladores ocultos, bajo amenaza de muerte.

El hombre que debía proteger el país pisoteó todas las reglas democráticas porque no obtuvo el resultado que deseaba y hoy es el mismo que se precia de que haga lo que haga, diga lo que diga, sea declarado culpable o no, volverá a la Oficina Oval.

Los pueblos, dicen, tienen los gobiernos que merecen. Si en 2016 Trump era un outsider, hoy nadie puede decir en Estados Unidos que no sabía lo que es capaz de hacer. Lamentable que sea ese el gobierno que Estados Unidos quiere…

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