Durante siglos los habitantes de la , entre ellos campesinos e indígenas, han sido guardianes de semillas nativas milenarias que son parte de su cultura y les proveen alimentos como maíz, plátano y papa, que garantizan no sólo el sustento familiar, también una fuente de ingresos.

Hoy, esos alimentos ven una competencia: las semillas mejoradas gracias a la biotecnología, conocidas como semillas transgénicas, organismos genéticamente modificados (OGM) u organismos vivos modificados (OVM). Y la decisión de si usarla no quedó en manos de los propios campesinos, que trabajan de sol a sol en el campo, sino en la de aquellos legisladores que desde sus finos escritorios aprueban leyes que impactan el futuro de sus países.

Colombia, Ecuador y Perú, naciones que hacen parte de los Andes, comparten gran parte de su biodiversidad agrícola y el dilema por el uso de las semillas nativas o transgénicas. Estas últimas están en vilo, porque a pesar de haber pasado por muchos estudios científicos, todavía hay quienes dudan de su seguridad e impacto en la salud y en el medioambiente.

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Aunque en estos países hermanos el uso de los OGM es conocido desde hace más de 20 años, la falta de consenso entre el gobierno, la comunidad científica y los agricultores ha hecho que cada nación se asegure de tener una legislación que limite o apruebe su uso, según el nivel de producción; sin embargo, hay movimientos internos en cada uno de los países andinos que van en contra de las disposiciones legales actuales.

“Cada país tiene una realidad muy diferente y es difícil categorizar si este es el modelo apropiado o no lo es”, explica Marcos Rodríguez, coordinador de Desarrollo Rural, Agricultura Familiar y Mercados Inclusivos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en Colombia. Él asegura que, independientemente de que el sistema fomente o acepte la propagación de productos transgénicos, agroecológicos, criollos o nativos, el eje fundamental es la sostenibilidad y sustentabilidad de dichos sistemas.

Este planteamiento puede ser entendible teniendo en cuenta que, dependiendo del nivel de producción agrícola del país, cada sistema utiliza el que más le conviene; por ejemplo, transgénicos para alta producción como en Estados Unidos, Brasil y Argentina, y combinada para otros países de Latinoamérica. A pesar de este argumento, la recomendación no es clara para los gobiernos de la región que legislan entre el uso y la prohibición de los OGM, sin garantizar la efectividad de otros mecanismos de producción inclusivos que aseguren el bienestar de los campesinos y la demanda alimentaria.

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“No alcanzaba la producción”

En Colombia, por ejemplo, después de que los transgénicos tuvieron vía libre para su producción y comercialización, ahora podrían quedar prohibidos de aprobarse un proyecto de acto legislativo que propone “modificar el artículo 81 de la Constitución Política de Colombia, con el fin de prohibir el ingreso al país, así como la producción, comercialización, exportación y liberación de semillas genéticamente modificadas, en aras de proteger el medio ambiente y garantizar el derecho de los campesinos y agricultores a las semillas libres”.

Arnulfo Cupitra Ortiz, campesino indígena del pueblo colombiano de Pijao, vio cómo su padre sufría para lograr alimentar a sus seis hijos. “La producción no alcanzaba”, dice. La situación cambió con la llegada de las semillas transgénicas. “Todos los días nos comemos la arepita y el mute preparados con el mismo maíz que sembramos, el transgénico, y nunca ha pasado nada, desde que haya maíz no hay hambre”.

Las cartas que rechazan el proyecto de acto legislativo están firmadas por reconocidos científicos y académicos nacionales, incluidos algunos miembros de la Misión Internacional de Sabios, rectores y vicerrectores de universidades, quienes entre sus razones indican que “el proyecto no mide los alcances que una prohibición como esta puede tener para el desarrollo científico, productivo y sostenible del país, así como para generación de instrumentos que protejan el medio ambiente”. La comunicación de este grupo hace alusión a la posición de los Premios Nobel frente a los transgénicos.

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En la otra cara de la moneda está la carta que apoya el acto legislativo firmada por más de 100 científicos, agremiaciones y personas de otras ramas profesionales, que cuestionan los argumentos de las multinacionales para posicionar los OGM. Llama particularmente la atención que 50% de los firmantes son científicos de otros países y presentan un “amplio análisis de estudios y evidencias científicas sobre los efectos adversos ambientales, socioeconómicos y en la salud asociados con los cultivos transgénicos en varias regiones del mundo y en Colombia”.

En Perú, el gobierno promulgó una nueva moratoria de 15 años para el cultivo de OGM. La decisión molestó a biotecnólogos, pero también a campesinos que recurren a los OGM, y nadie les consultó su opinión. “[La Moratoria] fue decepcionante, frustrante”, manifestó el microbiólogo Jorge Alcántara, director de regulación en el Instituto de Innovación Agraria (INIA). Para él, no se trata de estar a favor o en contra, sino de una postura técnica. El Congreso no oyó las recomendaciones del INIA ni de la Comisión Parlamentaria de Ciencia y Tecnología, y “se amparó en subjetividades”.

En Ecuador, la Constitución prohíbe expresamente, desde 2008, el cultivo de organismos genéticamente modificados. Sin embargo, un banano transgénico se desarrolla en una universidad ecuatoriana resistente a la sigatoka negra, una de las principales enfermedades tropicales en este cultivo, mientras ciertos cultivos de soya OGM fueron denunciados en la costa.

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Paradójicamente, la importación de materia prima transgénica no está prohibida. “La soya y el maíz transgénicos son más baratos porque se producen a gran escala en el mercado internacional y se los usa para alimentación de pollos, chanchos y ganado”, explica Elizabeth Bravo, coordinadora de la Red por una América Latina Libre de Transgénicos y miembro de Acción Ecológica.

Por mucho tiempo se ha visto el uso de los transgénicos como una alternativa para garantizar la seguridad alimentaria y solucionar el problema de malnutrición, pero “los transgénicos son sólo una dimensión”, explica Rodríguez el representante de la FAO.

Agrega que aunque hay una demanda creciente, porque la población ha venido aumentando y se espera que en 2050 sean 10 mil millones de habitantes en el mundo, el problema real no está en la producción de los alimentos, sino en el acceso y disponibilidad, algo que aún no está resuelto.

Mientras estas decisiones llegan, los pueblos indígenas que han estado al margen buscan justicia social y se movilizan para proteger sus derechos: unos a favor de la semilla nativa y otros de la semilla transgénica.

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En general, campesinos e indígenas desconocen los beneficios de las aplicaciones tecnológicas sustentables mientras las transnacionales las usan constantemente. No toda la biotecnología implica la transgénesis. Es posible mejorar los alimentos y hacerlos más resistentes a las plagas con otros métodos alternativos.

Para María de Lourdes Torres, doctora ecuatoriana en biología molecular, lo importante es no caer en el monocultivo que ha causado tanto daño al suelo desde hace siglos en momentos en que la población mundial por alimentar sigue creciendo (7 mil 700 millones de personas) y se compromete la seguridad alimentaria de la humanidad.

A esto se suma la recesión económica global desencadenada por Covid. La OMS estimó en 2020 que 83 millones de personas, y quizá hasta 132 millones, empezaron a padecer hambre en 2020 como resultado de la pandemia.

Mientras las legislaciones de Colombia, Ecuador y Perú ponen límites a los OGM, en el mundo organizaciones gubernamentales, sin fin de lucro y académicas usan semillas libres de patentes, lo que nos lleva a pensar que existe la posibilidad de usar herramientas biotecnológicas sin depender de multinacionales que controlan el mercado de las semillas transgénicas como Bayer, Corteva, Syngenta o BASF.

Desde el sector académico el debate por los transgénicos es percibido como anacrónico.

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“La biotecnología es parte de nuestras vidas desde antes de que seamos conscientes de su existencia: por ejemplo, el pan, la cerveza o el queso que se consumen desde siempre son producto de técnicas biotecnológicas anteriores a la transgénesis”, aclara la bioquímica Rosa Angélica Sánchez, exdirectora de recursos genéticos y biotecnología en el Instituto Nacional de Investigación Agraria (INIA) de Perú.