¿Qué habrá quedado en la Casa de Nariño tras los ocho años del mandato presidencial de Juan Manuel Santos, que Iván Duque pidió un exorcismo?

¿Por qué realizar una ceremonia para expulsar demonios en el palacio de gobierno del país?

La historia nació el domingo pasado con una revelación que hizo el sacerdote Jesús Hernán Orjuela —conocido en Colombia como El padre Chucho— al programa La Red, de la cadena radiofónica y televisiva colombiana Caracol: el nuevo dúo de gobierno —el presidente Iván Duque y la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez— le pidieron un peculiar favor: exorcizar Nariño.

Al día siguiente El padre Chucho se desdijo: “Más que ir a sacar demonios, voy a llevarles amor, el amor de Cristo”, aclaró el cura católico, al negar que el objetivo fuera practicar un exorcismo en el palacio.

Pese a la primera confirmación y al posterior desmentido del mismo Orjuela, ayer Duque y Ramírez iniciaron en Nariño, nervio del poder presidencial en el corazón de Bogotá, una gestión de cuatro años en los que, más allá de cualquier creencia, sobrevolarán numerosos y muy complicados problemas, algunos incluso pudieran parecer con signos diabólicos.

Para empezar, Colombia se ha consolidado como el mayor productor mundial de cocaína y de café suave; el tercero —después de Haití y Honduras— más desigual del Hemisferio Occidental, y el cuarto de América Latina y el Caribe —luego de Brasil, México y Argentina— con el mayor Producto Interno Bruto (PIB) por persona.

Su principal infierno es el narcotráfico y su profunda secuela social nacional e internacional de muerte, drogadicción, violencia y corrupción dentro del país.

De acuerdo con datos que el gobierno de Estados Unidos reveló este año, Colombia tiene ahora más de 200 mil hectáreas de plantaciones de hoja de coca, materia prima de la cocaína, y cifras sin precedentes de producción de la sustancia ilícita.

Muy cotizada en EU, su más importante mercado global de consumo, y en Europa y Asia, la cocaína también es requerida por consumidores de Colombia, Centroamérica y México, entre otras naciones, pero principalmente por las redes de narcotraficantes encabezadas por los cárteles mexicanos e integradas por centroamericanos, colombianos y ecuatorianos.

Además de diversos conflictos y potenciales focos rojos en materia educativa, sanitaria, judicial, económica, social, tributaria, agropecuaria y política, entre otros renglones del escenario colombiano, el segundo “infierno” para Duque y Ramírez serán los grupos armados.

Deberán encarar un panorama de muerte, desolación, secuestro y desplazamientos forzados de miles de personas, a consecuencia de más de 54 años de conflicto con las guerrillas comunistas del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Las negociaciones para la paz total entre el gobierno y el ELN, que durante el mandato de Santos empezaron en febrero de 2017 en Cuba y fracasaron en establecer un cese del fuego permanente y definitivo, entrarán ahora a un periodo de revisión de 30 días por parte de la administración de Duque.

Por el otro lado, el proceso de paz con las ahora ex guerrillas comunistas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) seguirá sometido a tropiezos. El nuevo presidente ha prometido analizar el acuerdo firmado por su antecesor para hacerle los cambios necesarios para que sea “creíble”.

El escenario con las FARC, convertidas ahora en partido político legal, soporta amenazas conforme crecen las fuerzas que se salen de esa organización y se reincorporan al narcotráfico, elemento diabólico para un país con facturas pendientes en justicia para militares y ex guerrilleros, reinserción social de los ex rebeldes y el desmontaje total de la guerra, con saldos demoníacos en Colombia.

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