El 6 de enero de 2021, la democracia en Estados Unidos se vio bajo ataque. Con el no sólo se violaba la seguridad del recinto, sino los fundamentos de un país que se vanagloriaba de ser el adalid de las libertades y el respeto a la voluntad popular. 

Las imágenes daban cuenta de “una nación bajo ataque”. Se trató de uno de los días más oscuros en la historia de Estados Unidos. Lo más grave es que aquella violencia fue atizada desde arriba, por el propio presidente que estaba furioso por haber perdido la reelección en noviembre de 2020.

Aquella mañana, durante un mitin en el parque La Elipse donde volvió a denunciar, sin pruebas, que le cometieron fraude y le robaron la elección, llamó a sus simpatizantes a “luchar como demonios”, a “caminar hacia el Capitolio” a dar a los “republicanos débiles el tipo de amor propio y audacia que necesitan para recuperar nuestro país”. De lo contrario, aseguró, no habría nación que defender.

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Trump estaba empeñado en evitar la certificación en el Congreso, prevista para ese día, de la victoria del candidato presidencial demócrata Biden.

Su furia arengó a miles manifestantes que marcharon al Capitolio, donde se enfrentaron a la policía. Alrededor de 800 lograron ingresar de forma violenta al recinto, donde obligaron a los congresistas a esconderse y finalmente escapar. Cinco personas perdieron la vida y 140 agentes resultaron lesionados.

Horas después, los congresistas, decididos a no dejarse amedrentar, regresaron al Congreso y certificaron el triunfo de Biden.

Las secuelas de aquel ataque continúan: aunque Trump fue absuelto en el juicio político emprendido en su contra -el segundo en su presidencia- por el delito de instigación a la insurrección, se instauró un comité en la Cámara de Representantes para investigar cómo fue que ocurrió aquel asalto, quién o quiénes son responsables y de qué forma se puede evitar que algo así se repita.

En total, unas 700 personas están acusadas de delitos federales, en relación con los disturbios; más de 50 han sido sentenciadas por delitos federales; de esta cifra, más de 20 recibieron condena de cárcel y alrededor de una decena tuvo que cumplir prisión domiciliaria.

Las investigaciones se acercan cada vez más al entorno de Trump, y han sido citados a declarar aliados cercanos como quien fuera su jefe de gabinete, Mark Meadows, y su ahora exasesor, Steve Bannon, ambos acusados de desacato por su negativa a colaborar. El comité busca además que el exmandatario entregue memos de quien fuera su jefa de prensa, Kayleigh McEnany, diarios de la Casa Blanca y otros que los legisladores creen pueden arrojar luz sobre lo que pasó en los días previos y en la jornada del asalto.

También han sido demandados los grupos ultraderechistas Proud Boys y Oath Keepers, acusados de conspirar para “aterrorizar a la capital estadounidense” de quienes se busca que rindan cuentas por los daños ocasionados.

Por el lado de los oficiales, más de 70 policías del Capitolio han dejado la fuerza desde aquel día, en parte por los traumas ocasionados.

El terror que vivieron quedó plasmado en las audiencias de julio pasado. Durante su testimonio, Harry Dunn habló de cómo le afectó lo ocurrido. “Aún a varios meses de aquello, ese 6 de enero está presente en mí todos los días. Conozco muchos policías que todavía están afectados física y emocionalmente por aquellos hechos. Lo que atravesamos aquel día fue traumático”. Tanto, que él, al igual que otros, tuvieron que buscar ayuda profesional.

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Cuatro oficiales se han quitado la vida desde ese día. “Lo que sucedió aquel 6 de enero fue lo peor que nos tocó enfrentar como militares. Fue una batalla medieval: peleamos mano a mano, cuerpo a cuerpo, para prevenir una invasión al Capitolio de una turba más que violenta que atentó contra la democracia”, describió en su momento el capitán de policía, exveterano de Irak, Aquiliano Gonell, en declaraciones a CBS News.

Pero los daños que dejó la irrupción en el Capitolio son mucho más profundos: A principios de diciembre, Biden convocó a un centenar de países a una cumbre para la democracia. Pero entonces surgió una pregunta: ¿Tiene Estados Unidos, un país con una democracia cada vez en mayor peligro, ser anfitrión de un evento así?

“Nuestros problemas aquí son mucho peores que en cualquier otra democracia occidental. Nuestro Capitolio fue atacado, un intento de golpe de Estado. No hemos visto que eso pasara en París, ni en el Bundestag (Parlamento alemán), o en la sede de la Unión Europea en Bruselas”, dijo a medios Bruce Jentleson, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Duke.

No es el asalto al Capitolio, sino las razones que llevaron a una multitud a querer revirar, por la fuerza, un resultado electoral democrático: ellos creyeron, aún creen muchos en las acusaciones sin fundamento de Trump. Una encuesta reciente del Public Religion Research Institute reveló que dos terceras partes de los republicanos en el país aún creen el mito de que Trump ganó. Una tercera parte cree que los “estadounidenses patriotas” podrían tener que recurrir a la violencia “para salvar al país”.

Los políticos del partido han actuado en consecuencia, con una serie de medidas para evitar “otro fraude” en 2024. A escala estatal, han aplicado cambios que dificultan el voto de las minorías, a la vez que dan más poder a su gente para certificar boletas y resultados electorales. Otros van contra el voto por correo que, acusó Trump falsamente, se prestó a un “fraude masivo”.

“Los partidos democráticos deben ser capaces de aceptar una derrota. Es el primer criterio para hacer que una democracia moderna funcione”, aseguró a la National Public Radio (NPR) Steven Levitsky, analista político que coescribió el bestseller “How Democracies Die” (cómo mueren las democracias). “Si un partido lo suficientemente grande para ganar unas elecciones no es capaz de aceptar cuando las pierde, la democracia está en problemas”.

Pensando en ello, Biden dijo en la cumbre de principios de diciembre que “la democracia no ocurre por accidente. Tenemos que renovarla cada generación. Y es un asunto urgente en todas partes, porque los datos que estamos viendo apuntan, en gran medida, en la dirección equivocada”. Empezando por su propio país.

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