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De primera instancia Luis Miguel no parece muy mexicano. O sí.

Tiene un traje negro a la medida, tan bien colocado como esa voz de tenor que no da espacio para dudar de su talento.

Se le ve delgado e impoluto, parece un hombre iluminado por otros rayos, como salido del Upper East Side de Nueva York con su traje perfectísimo y su encanto de Sinatra exótico. Decir que lleva a “México en la piel” es una obviedad, algo ramplón. Él es México. La mirada seductora de Pedro Infante, la sonrisa cínica de Jorge Negrete, incluso la cierta timidez de un país silencioso, de hermetismos. Es un hombre de pocas palabras, aunque bien colocadas.

“Es un placer enorme tenerlos nuevamente en este bellísimo lugar. Esta noche, una de las motivaciones fundamentales para regresar, para estar en los escenarios es una, la música, y dos ustedes. Este público maravilloso, todos mis fans, gracias por tanto cariño durante tantos años”.

Jéssica Sepúlveda es de esas seguidoras emocionadas por su regreso tras dos años de ausencia.

Ella se endeudó sin más. Viajó 20 horas desde Santiago de Chile, entre aeropuertos y espera, para dejarse seducir por el “amor de su vida”.

Su “novio mexicano” la recibió anoche en el Auditorio Nacional sin dejarle espacio para dudas: “Y esas palabras son... cómo me gustas”, recitó apenas en su cuarta canción y ella ya suspiraba.

Era el preámbulo de puro romanticismo: “Por debajo de la mesa” y “No sé tú” y un medley de “Amante del amor”, “Más allá”, “Fría como el viento”. Él cantaba, “Tengo todo excepto a ti” y “Entrégate”.

El perdón. Abrirse con su público, tras desaparecer de los escenarios dos años, tras desairarlos luego de tres canciones por problemas de salud, fue cerrar la herida de la ausencia.

Lo hizo con voz firme pero medrosa, como quien pide perdón por llegar tarde a casa: “Muchísimas gracias. Ojalá... deseamos que esta selección de canciones sea de su agrado”.

Más que padres regañones, sus seguidores eran como niños aventurados. Le tomaron la mano mientras le ofrecían flores que él tomaba y le decían “no pasa nada” con cantos, gritos y algunas excentricidades.

Estaba la señora que le decía “papacito”, el hombre que se sabía todas sus canciones y hasta los adolescentes que hacían fila para aproximarse al escenario y tomarse una selfie.

El artista preparó este regreso moderándose. Ocho músicos, tres coristas y, más tarde, el mariachi.

Todo se traduce a una producción muy mexicana que marca el inicio de una gira que, de momento, lo traerá al menos 11 veces más a este recinto y lo llevará a otros países.

Su actitud también era relajada. Sentado en banco, en posición seductora: de perfil, con un pie adelante otro inclinado, la mirada arriba.

“Tú y yo, siempre amándonos”, cantó alargando la última sílaba. Pidiendo a sus músicos que bajaran el volumen, que lo acompañaran.

Ya era una hora del coqueteo: fue la primera vez que su público se puso de pie. Él regresó el gesto quitándose el saco: “Hoy mi playa se viste de amargura”, susurró. Era “La barca” en versión sutil, que dejaba escuchar los “te amo” y “cuero”. Junto al piano, siguió “La mentira”: “Se te olvida que llevamos en el alma cicatrices imposibles de borrar”.

“No hay”... iba a decir “no hay bella “melodía”, pero tomó aire y esa pausa provocó silbidos, gritos, euforia. “Contigo a la distancia” provocó el segundo aplauso de pie hacia las 22:30, cuando todavía faltaba que saliera el mariachi.

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