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Las miradas cinematográficas hacia la maternidad están llenas de esperanza. Pocas veces abordan cualquier matiz de dolor. Raro es plantear un discurso ambivalente sobre qué significa ser madre. Este último caso lo ilustra ampliamente Tully: una parte de mí (2018), séptimo filme de Jason Reitman y tercero en colaboración con la guionista Diablo Cody (alias de Michelle Busey), que rompe el esquema de una historia en esencia amable. Por ello da un constante giro de tuerca en la cotidianidad de Marlo (Charlize Theron, arriesgándose en un papel exigente), que dio a luz su tercer hijo.

La situación, hecha con ritmo de comedia, se vuelve compleja. En el día a día, con sus momentos críticos, Marlo sufre una crisis pre y post parto. Su supuesta vida ideal tiene mucho de apariencia. De ahí que la angustia se sienta casi como anuncio de decepción.

La vida de Marlo tiene varias aristas, por eso su hermano Craig (Mark Duplass) la ayuda. No porque Drew (Ron Livingston), su marido, sea poco solidario con ella o sus otros hijos. La ayuda fraterna consiste en conseguirle una niñera, Tully (Mackenzie Davis, revelando idénticas tablas actorales que la protagonista), que soluciona problemas, empezando por la falta de sueño de Marlo. Tully, en consecuencia, es la nana ideal. No sólo eso: está llena de magia.

Reitman tiene un estilo ágil aunque convencional para estos melodramas hogareños. Después de su anterior filme escrito por Cody, Jóvenes adultos (2011), que abundaba en demasiados esquematismos, parecía que no incurriría en los mismos. Pero insiste en hacerlos en esta crónica intimista. Y se apoya sólo en la habilidad de la guionista para los diálogos y el concepto de súper nana, actualización sin música de La novicia rebelde (1965). Lo disparejos que son los brillantes dos primeros actos llevan a que el tercero y la conclusión casi tiren la película. Quiso ser excepcional. No lo logró.

A su vez, de forma tangencial se aborda en ¡Hombre al agua! (2018), debut en la dirección fílmica del especialista en teleseries Rob Greenberg, la vida de Kate (Anna Faris, sin chispa), trabajadora madre de familia agredida por el majadero Leonardo (Eugenio Derbez, vuelto el Adam Sandler del “petatiux”). Éste por un accidente tendrá amnesia. De tan pesado que es, nadie lo quiere reconocer, empezando por su hermana Magdalena (Cecilia Suárez). Pero será ideal para la venganza de Kate, que lo rescata convenciéndolo que es su marido.

El tono reiterativo de la historia, hecha a base de un solo chiste (la amnesia de un millonario mamila), se debe al guión original de Leslie Dixon, filmado por Garry Marshall como Hombre nuevo, vida nueva (1987), vehículo estelar para la entonces pareja de moda Kurt Russell y Goldie Hawn. Ahora, esta historia, con cambio de sexo, repite el mismo chiste una y otra vez.

Reescrita por Greenberg y su cómplice Bob Fisher, sobre el original de Dixon, la cinta recurre al anacrónico estilo del pastelazo a la vieja usanza. Rosario de estereotipos clasistas, es una antología de lugares comunes para lucimiento de la simplona comicidad del productor Derbez y sus cuates.

El malentendido que se reitera a lo largo de la cinta confirma cómo Hollywood se avienta a aguas profundas, sin salvavidas ni medir consecuencias, para confeccionarle un traje dizque nuevo a una olvidada cinta mediocre. ¿Por qué hacer otra versión, ahora de quinta; otra absurda comedieta deplorable? Esta película, que pretende ser graciosa, fracasa.

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