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Lo que define al elegante estilo de Paul Thomas Anderson es la sutileza. En Petróleo sangriento (2007) la historia se desenvolvía a partir de un claro punto de vista del protagonista que afectaba, por su falta de escrúpulos, cada hecho.

En El hilo fantasma (2017), su octavo y notable filme, Anderson logra una delicada obra maestra sobre la creación artística, representada por un modisto de los 50, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis, en plan sublime para su última aparición en pantalla), fuera de cualquier estereotipo, que encuentra en la sencilla mesera Alma (Vicky Krieps, una verdadera revelación), su nueva inspiración y, tal vez, el lado vital de su hermana Cyril (Lesley Manville).

La sutileza de un solo punto de vista mostrada en Petróleo sangriento se convierte en El hilo fantasma en una que oscila entre los tres protagonistas. Anderson esconde ciertas insinuaciones en los pliegues dramáticos del filme, haciendo un paralelismo con los vestidos de Woodcock. Lo sutil está en qué oculta de las relaciones entre Woodcock, su musa Alma y Cyril.

La sutileza del estilo tiene algo fantasmal; alude a la literatura de M. R. James, y al principio que rige los filmes de Anderson: “muestra, no cuentes”. Porque la tensión representada entre los protagonistas, igual que el sartorial hilo invisible, cinematográficamente es un hilo que teje situaciones para revelar su incomodidad existencial. El resultado es una prenda nada convencional que desafía por su diseño, su dramaturgia, sus imágenes.

El hilo fantasma es un filme exquisito, fuera de serie. Con justicia obtuvo seis nominaciones al Oscar.

La nada brillante carrera del disparejo Craig Gillespie, a últimas fechas presenta una veta de historias “basadas en la vida real”, convertidas en cintas semiépicas sobre la nostalgia del heroísmo, en Horas contadas (2016), o del deportista singular, en Un golpe de talento (2014).

Para su sexto filme, Yo, Tonya (2017), aborda la biografía de la patinadora Tonya Harding (Margot Robbie), que acabó en celebridad infame en 1994, cuando su marido Jeff (Stanley Stan) atentó contra su rival y miembro del mismo equipo Nancy Kerrigan, atacándola para que no compitiera contra Tonya, y así tuviera ésta despejado el camino en las olimpiadas de invierno en Lillehammer.

Por cómplice en este hecho fue echada de por vida del patinaje artístico.

Esto se muestra con peculiar interés en esta cinta que presenta la vida de Tonya desde niña (interpretada graciosamente por MacKenna Grace), junto a su abusiva madre LaVona (Allison Janney, robándose la película).

Concluida su adolescencia cayó en manos de un abusivo mayor, Jeff.

El cuento de hadas perverso, de sicopatía lentamente cultivada, que fue la carrera de Tonya, según Gillespie, es tragicómico. Este retrato de la antiheroína despierta simpatía por la niña Tonya, frente a los horrores domésticos que vive, y hace repelente a la Tonya adulta.

Gillespie subraya en este ascenso —y caída—, la vulgaridad de Tonya. La velada admiración-rechazo hacia el personaje impide profundizar su compleja trayectoria.

Queda a veces en caricaturesca comedia que recurre a múltiples estilizaciones buscando preservar el tono de crónica pública-privada que rompe esquemas. Sin lograrlo.

A pesar de todo, Gillespie hace su película más inspirada, que funciona como una rareza: la barroca saga, que oscila entre el documental casi sincero sobre el humilde origen y la exagerada narración morbosa no del todo verosímil, de una patinadora caída en desgracia.

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