Parece que desde que inició el siglo XXI el cine dejó de mirar hacia el futuro, estancándose en repetir —o como ahora elegantemente se le dice en “reiniciar”—, tanto lo bueno como lo malo de su historia. Como si ésta hubiera concluido el siglo pasado.

Las cintas recicladas proponen “mejorar” su modelo original. Nunca lo logran. Ejemplo de ello es la basada en Línea mortal (1990, Joel Schumacher): Línea mortal : al límite (2017), sexta hecha para cine, segunda hollywoodense, del danés Niels Arden Oplev, quien, por lo visto, sólo cuenta con una valiosa: Los hombres que no amaban a las mujeres (2010).

El guión original de Peter Filardi que Schumacher filmó con cierta solvencia e inspiración, contaba cómo un grupo de cinco estudiantes de medicina experimentaban una técnica de resucitación que les permitiera brevemente morir. Con las consecuencias morales del caso: traerse del otro lado una presencia-pecado que los atormentaba. Funcionaba (más o menos) como metáfora de la irresponsabilidad médica: el experimento era una ociosidad inconmensurable excepto para el narcisismo de sus protagonistas.

Ahora, el guionista Ben Ripley, con un solitario éxito ( 8 minutos antes de morir de Duncan Jones), clona el guión de Filardi añadiendo una dizque más aterradora experiencia para los estudiantes de medicina Courtney (Ellen Page, sintiéndose Kiefer Sutherland); Ray (Diego Luna, fingiendo ser Julia Roberts); Marlo (Nina Dobrev, vuelta el sexy Kevin Bacon del nuevo milenio); Jamie (James Norton, simulando tener el carisma de William Baldwin), y Sophia (Kiersey Clemons, en plan de reemplazar al simpático Oliver Platt). Igual que en el filme original, los personajes se obsesionan con ir más allá de la muerte. Ahora para provocarse un infarto usan tecnología de punta. Si el original no tenía sentido, este nuevo por supuesto tampoco.

A Schumacher la bastó con la elegante foto de Jan de Bont y el diseño de producción medio tenebroso, medio barato, pero eficaz de Eugenio Zanetti, para hacer una (casi buena) película serie B, a pesar de múltiples trucos visuales, sobrecargadas escenografías de Niels Sejer, cámaras voladoras de Eric Kress, actuaciones que se supone crean personajes entrañables y un dramatismo falaz, hace una apantallante producción, exagerada, ridícula: un caro churro relleno de insípido chocolate visual.

Una película que queda en coma, demostrando cuán mortal es la línea que Hollywood sigue al calcar cintas que fueron regulares para recrear torpes versiones “nuevas” que hacen ver a las originales como obras maestras. Increíble. Inútil.

En cambio, el siempre vital cine de Corea del Sur, en lugar de repetir casi imagen por imagen una cinta como hace Oplev, prefiere inspirarse en, por ejemplo Nikita (1990, Luc Besson), para un filme por completo novedoso como La villana (2017), apenas segundo largometraje del ultra dinámico Jung Byung-gil.

La historia cuenta cómo la jefa Kwon (Kim Seo-hyung) “educa” a la asesina profesional Sook- hee (Kim Ok-bin) en un eficiente relato que constantemente se transforma.

Recurriendo a la fotografía convertida en poética de la acrobacia del brillante debutante Park Jung-hun, esta historia de acción y suspenso es también gran melodrama criminal (infancia en el bajo mundo, romance frustrado y, por supuesto, necesidad de venganza).

Sook-hee es un personaje impredecible convertido en línea mortal con la que Byung-gil crea un filme de espectacularísimo trazo y violenta acción; un entretenimiento de notable catarsis. Algo raro, por original, que se agradece.

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