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Cuando Disney inició su etapa de expansión se apropió para sus filmes animados de relatos pertenecientes a la cultura europea, desde Pinocho (1940), hasta Bambi (1942).

Fue la directriz para globalizar, antes de la globalización, el concepto de película infantil en el que llevaba años trabajando. El peor momento de este experimento fue Los tres caballeros (1944), que ni con 13 guionistas superaba su esquemática visión de Latinoamérica. Además, incurría en lo que ahora se llama “apropiación cultural”. O sea, tomar elementos de una cultura ajena que no se comprende para reinterpretarla y presentarla en versión reduccionista.

En Coco (2017), quinto largometraje de Lee Unkrich codirigido con el debutante Adrian Molina, con guión de ambos en colaboración con Jason Katz y Matthew Aldrich, producción número 19 de su vanguardista filial Pixar; Disney evita el error de apropiarse culturalmente del mexicanísimo Día de Muertos. En cambio es un sentido homenaje a nuestra cultura. Cuenta la fantástica historia de Miguel, quien queriendo ser como su ídolo muerto Ernesto de la Cruz (referencia obvia a Pedro Infante), vive una experiencia como la de Orfeo yendo al inframundo con guitarra en vez de lira. Eso sí, acompañado de Dante: su perro xoloitzcuintle.

Esta cinta retoma la imaginación tradicional, vital del 2 de noviembre, inspirándose en J. G. Posada, y hace universal un concepto nacional gracias a las peripecias del extraordinario rito de paso que vive Miguel. El resultado es brillante y vibrante. Lo mexicano —que cobra vida en la inspirada animación— recibe una sensible interpretación de sus fundacionales claves cinematográficas clásicas: gran melodrama familiar, conflicto emocional al extremo y catarsis sobre el aprendizaje recibido.

Unkrich mantiene el nivel de su anterior Toy Story 3; al mejor estilo Pixar vuelve a Coco un filme conmovedor y divertido.

Hay directores que a contracorriente de las tendencias dominantes en Hollywood hacen cine de contenido social o histórico. El director-guionista Peter Landesman está entre los pocos recientemente interesados en eso. Su tercer filme lo confirma: El informante (2017) se basa en la autobiografía de Mark Felt (Liam Neeson), personaje que pasó a la historia con el alias de “garganta profunda”, la fuente secreta de los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward cuando investigaron el caso Watergate, que obligó a la renuncia de Nixon. Tema sobre el que hay una obra maestra, Todos los hombres del presidente (1976, A. J. Pakula). Landesman no pretende hacer el “lado B” del filme de Pakula. Su interpretación política es actual: exponer el mecanismo corrupto de un poder canalla, en su momento derrumbado, hoy reciclado. La historia de Felt es dramáticamente ambigua sobre el uso y abuso del poder, no sólo de un presidente sin escrúpulos sino también de una agencia gubernamental con criterios y complicidades con los que Felt se rige antes de entregarle a Woodward (Julian Morris) información que obliga a la renuncia presidencial.

El filme de Landesman subraya cómo se supone debería actuar el FBI; oscila entre el panfleto crítico acerca del poder y el melodrama intimista de por qué Felt decidió retar al sistema, ¿por resentimiento o ética? Debido a un estilo visual no del todo óptimo, el resultado es disparejo. Es un filme de suspenso a veces insípido, la mayoría del tiempo casi trágico, sobre la descendente espiral burocrática de un drama político. Una lección del pasado para el presente.

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