Desde el café La Rhumerie Mario observa por el tragaluz el Boulevard Saint-Germain; sus dominios, que nacen y mueren a orillas del Sena, alojan por igual la gloria del pasado que la arquitectura de vanguardia: la casa de Charles Baudelaire, el Café de Flore frecuentado por Sartre, o Les Deux Magots, preferido por Bretón. Lentamente, los recuerdos comienzan a contrastar la inmediatez de la Ciudad Luz con las imágenes de la vieja Lima, los dedos aproximan el filo de la pluma y la pregunta hiere con toda su desesperanza la tersura de la hoja: ¿En qué momento se había jodido el Perú?

Su malestar frente a la realidad peruana será volcado en una novela que carga con iguales proporciones de genialidad y zozobra. Conversación en la Catedral es apenas un síntoma de su condición permanente: la rebeldía. Para la ideología que aspira defender, el gen rebelde constituye un huésped indeseable, sin duda; para su vocación de novelista, la nota de fondo, pues la ficción parte de un rechazo fundamental de la realidad; para su búsqueda de la libertad, en fin, la tabla de salvación a la que podrá acudir cuando la ideología revele sus miserias.

Al recibir en 1967 el Premio Rómulo Gallegos por La casa verde, pronuncia un discurso, La literatura es fuego , que es, al mismo tiempo, homenaje al poeta Carlos Oquendo y una suerte de confidencia en tercera persona: «Y, sin embargo, este compatriota mío había sido un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explotador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación».

“Diaria y furiosa inmolación” parece ser la esencia del mensaje. Acaso refiera a la disciplina implacable que la escritura impone : «Me perteneces, y también me pertenece París, pero yo pertenezco a este cuaderno y a este lápiz.», escribe en Hemingway: ¿un hombre de acción?; o al reto de escribir inmerso en el medio hostil que ofrecen los estropicios del tercer mundo; o, acaso, al desapego que debe guardar respecto de la política en aras de defender su independencia intelectual.

Pero una lectura más precisa surge de recordar que Mario asumió el apostolado de Sartre: la literatura comprometida. Así, el reto planteaba lograr que la vocación artística al servicio de la causa, la libertad, comulgara con el medio elegido para alcanzarla, el socialismo, un desafío tanto más arduo si se piensa que éste naufragaba en el mar de las imposturas.

Cahuide, la URSS, la Revolución cubana, se asumían como los medios idóneos. En cambio, ¡cuán hostiles resultaron con quienes no les dieron cheques en blanco, intentaron ejercer la crítica o buscaron guardar raciones de autonomía! La revolución cultural china aniquiló las condiciones para el arte, una criatura eminentemente individualista, imponiendo su fatídico ensayo de creación literaria colectiva, mientras el gobierno castrista amordazó las conciencias y las redujo al universo acartonado de la Revolución, criterio absoluto que señalaba la suerte de las obras y de los hombres.

¿Existía futuro en esas filas para el rebelde dispuesto a desafiar la autoridad, fuese de un Ernesto Vargas, de un Cayo Bermúdez o de un Teniente Gamboa? ¿De qué forma sobrevivirían en Cuba o en la URSS Alberto “el Poeta”, un adolescente precoz que escribe historias pornográficas, o un tibio como “Zavalita”, más cercano a las dudas de Jan Valtin que a las certezas de Karl Kautsky? Vargas Llosa tendría muy pronto las respuestas.

Los artículos compilados en Contra viento y marea ofrecen constancia de una búsqueda –patética, sin duda- de signos de renovación en el socialismo, ciertamente en el mismo ánimo de muchos intelectuales: no por lo que la Revolución cubana era, sino por lo que creía que podía ser. Vargas Llosa observa en el “Che” al precursor de las etapas que marcarán el rumbo de la revolución latinoamericana; en Cuba, la manifestación de un socialismo singular que conservaba espacios para el individualismo. América Latina, en fin, había hallado en Cuba una alternativa al brutal experimento estalinista.

Pero su narrativa avanzaba en un sentido opuesto. El signo de incertidumbre adherido a Los Cachorros refuta la idea del porvenir; la voluntad y la influencia del medio pasan factura por igual, y sólo termina imponiéndose una u otra en la medida en que el personaje se rebela frente a la derrota o la acepta. A través de Cuéllar, el determinismo fracasa en su intento por explicar el futuro en virtud del origen, el medio, la capacidad o la belleza del individuo, y se verifica así una verdad: la cuna no es destino. La obra, en fin, contradice las pretensiones teleológicas, esencia fundamental del socialismo, y señala el lugar de la libertad fuera de sus linderos.

Finalmente, los crímenes de la Revolución serán insostenibles. No había margen para justificar la existencia de Unidades Militares de Ayuda a la Producción, eufemismo para referirse a los campos de concentración donde fueron recluidos disidentes, religiosos y homosexuales, ni la humillación pública y la cárcel a Heberto Padilla, cuyo delito había sido publicar el poemario Provocaciones . El chantaje de que “no había que dar armas al enemigo” dejó de surtir efecto. Era tiempo de romper con la utopía socialista.

El liberalismo llegaría tiempo después: un camino de Damasco con Karl Popper y una conversión absoluta a través de Friedrich Hayek. Pero antes del liberalismo, fue la libertad. La razón era noble, los medios no; resultaron ser caminos de servidumbre que habían usurpado la bandera de la libertad. Por fortuna la rebeldía lo acompañó siempre, lo salvó en su paso por la cornisa.

OFFSIDE:

«¡Al poeta despídanlo! Ése no tiene aquí nada que hacer. No entra en el juego. No se entusiasma. No pone en claro su mensaje. No repara siquiera los milagros. Se pasa el día entero cavilando. Encuentra siempre algo que objetar.»

Fragmento de Fuera de lugar, de Heberto Padilla


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