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La victoria de Donald Trump en los comicios celebrados el martes 8 de noviembre en Estados Unidos, establece un significativo parteaguas en el imaginario de las campañas electorales.

En primer lugar, destaca el rotundo fracaso de las casas encuestadoras y sus anquilosados métodos para medir la intención del voto. Peor aún, no se trata de un hecho aislado.

Erraron los sondeos de opinión realizados en torno al Referéndum convocado por David Cameron, como primer ministro del Reino Unido (Brexit), que determinaron la salida del Reino Unido de la Unión Europea, en la votación celebrada el pasado 23 de junio.

Tres días después, el 26 de junio, en España también se equivocaron los encuestadores en los resultados que anticiparon sobre la intención del voto en las elecciones de España de 2016, destacando que fue subestimado el voto del Partido Popular, de Mariano Rajoy, y fue exagerado el voto de Unidos Podemos.

Los encuestadores también se equivocaron en los resultados que anticiparon sobre el plebiscito convocado por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, en Colombia, el domingo 2 de octubre para decidir sobre los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

La mayoría de los encuestadores serios (quienes no comprometen el resultado de las encuestas con el mejor postor, como desafortunadamente ocurre en México), siguen trabajando con instrumentos muy rudimentarios para realizar los sondeos de opinión pública, ignorando la utilidad de Big Data y el reconocimiento y análisis de patrones (metodología empleada por Marshall McLuhan).

En el desconocimiento del empleo que admiten avanzadas herramientas digitales en el imaginario de la opinión pública, radica buena parte de la explicación de la señalada secuencia de estrepitosos fracasos de las grandes firmas encuestadoras. Siguen haciendo su trabajo como en 1940. Sus instrumentos y metodologías poco han cambiado.

En los recientes comicios celebrados en Estados Unidos, los encuestadores sencillamente no fueron capaces de identificar el número y el peso específico de los millones de “trumpistas closeteros”.

En segundo lugar, las redes sociales infringieron una apabullante derrota a los medios de comunicación convencionales, dando fin a su hegemonía pavloviana sobre audiencias que definitivamente ya no pueden ser consideradas como cautivas. La derrota además fue infringida a Hollywood y a todas aquellas estrellas que asumieron el rol de improvisada realeza de “acarreadores”.

Donaldo Trump derrotó a Hilaria Clinton también en las redes sociales. Hilaria suponía que bastaría el apoyo que recibió de los grandes conglomerados mediáticos en la Unión Americana para establecer la diferencia necesaria. Se equivocó.

Además minimizó el impacto de las insinuaciones filtradas a los medios de comunicación por James Comey, republicano, director del FBI, quien no dudó en emplear ese organismo como efectivo ariete electoral contra la candidata del Partido Demócrata, once días antes de la celebración de los comicios.

Trump superó a Hilaria en redes sociales, destacando por mucho la cantidad de seguidores y en interacciones de Hilaria Clinton. Buena parte de los “trumpistas closeteros” que las pomposas firmas encuestadoras no fueron capaces de identificar, participaron intensamente en las redes sociales de simpatizantes de Donaldo Trump.

En su campaña en pos de la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama dictó cátedra en el manejo de las redes sociales. Hilaria Clinton no aprendió la lección.

Un tercer factor: el hartazgo que hoy producen los políticos profesionales.

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