La muerte de Fidel Castro ha vuelto a exhibir la incapacidad absoluta de un sector de la izquierda mexicana de distanciarse del legado más oscuro del castrismo. La mayoría de las voces que defienden el régimen de Castro insisten en concentrarse en sus supuestos logros sin tener la decencia de asumir sus enormes costos. Es un defecto lamentable.

Primero, los beneficios. Es cierto, por ejemplo, que en Cuba existen sistemas de salud y educación medianamente eficientes. Como me dijo un cubano en mi reciente viaje a la isla: “en Cuba te enfermas y te operan”. Es verdad que el cubano promedio recibe servicios de salud gratuitos, aunque sea en clínicas decrépitas. También es cierto que los jóvenes cubanos se educan, aunque sea siguiendo programas académicos que se ajustan con disciplina fanática a la línea oficial de la historia cubana. También es cierto que en Cuba se respira seguridad en las calles, aunque sea a raíz del temor absoluto a la represión. Todo esto es verdad y negarlo es tan necio como irresponsable es no mirar de frente los costos que ha tenido que pagar el pueblo cubano por estos, los “logros” de la revolución.

En mi experiencia periodística, los cubanos viven en una burbuja de miedo y silencio. Muchas de los estímulos informativos que usted y yo damos por hecho en México simplemente no existen en la isla. La libertad que tengo al escribir la palabra “libertad” sería imposible en la prensa cubana, lo mismo que la que usted ejercerá para añadir su vitriólico comentario a esta columna. Ni hablemos del acceso libre a redes sociales o al Internet mismo. Los cubanos solo pueden navegar en línea comprando tarjetas que cuestan 15% de su sueldo mensual. Las tarjetas duran exactamente una hora y pueden usarse solo en ciertos puntos de acceso, como parques o escalinatas de hoteles, donde es posible ver a los jóvenes cubanos, agolpados, tratando de enterarse del mundo (o del mundo que se les permite ver). Los cubanos tampoco pueden ver lo que les venga en gana en televisión o escuchar distintos puntos de vista en la radio. Es el Estado y solo el Estado el que decide qué se transmite, cómo se transmite y hasta qué hora se transmite. El monopolio de la información es del gobierno y de nadie más. Para censura, la castrista. Para “cerco informativo”, ninguno como el cubano.

En Cuba, por supuesto, no existe el disenso público. Olvídese usted de la libertad de salir a las calles a reclamarle al mal gobierno, libertad de la que gozamos en México, aunque voces histéricas insistan en lo contrario. En Cuba, una ínfima fracción de lo que vemos con frecuencia en las marchas en la Ciudad de México garantizaría la más brutal reprimenda. La amenaza de la represión alcanza también lo privado. Incluso ahora, en el supuesto deshielo, los cubanos se cuidan hasta de su sombra. En mi reciente estancia conocí, por ejemplo, a un tendero con una historia personal dramática. Cuando le dije que era periodista y sugerí grabar nuestro intercambio, el hombre perdió color, en su rostro el temor casi infantil de quien ha sido descubierto haciendo algo indebido y costosísimo. Me pidió que guardara mi celular y no volvió a decir palabra.

Con otros cubanos tuve mejor suerte. La plática más larga y entrañable la tuve con un taxista a quien llamaré “Alberto” (y cuya historia escribí en un reportaje para Letras Libres). Con sentido del humor y pragmatismo ácido, Alberto describió un régimen represor en el que la amenaza del castigo indiscriminado a manos de una autoridad que imparte una justicia descarnada está siempre presente. “Hay que cuidarse para todo. Aquí vas preso por cualquier cosa. En Cuba lo que no es prohibido es obligado”, me dijo. Las consecuencias de un mal paso en Cuba son implacables, la cárcel la anulación del porvenir. “Una mera acusación te hace perder la vida”, me explicó Alberto. “Pierdes trabajo, pierdes el carro. Lo pierdes todo. En los países de afuera, uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario. En Cuba, uno es culpable hasta que la suerte diga otra cosa”.

En suma, los beneficios del castrismo se han producido a costa de la cesión cotidiana no de algunas libertades, sino del concepto mismo de la libertad. No hay cubano que pueda despertarse por la mañana y sentirse libre de hacer, aprender o decir lo que quiera y como quiera, ningún cubano que se sepa libre para amar a quien quiera y de la manera que quiera (pocas cosas más lamentables que leer a prominentes miembros de la comunidad LGBTQ en México defender el legado de Castro), ningún cubano que pueda viajar a cualquier parte del mundo si así se lo ha ganado, ningún cubano que pueda mentarle la madre a su gobierno ni mucho menos comenzar un movimiento político para hacerse de una pequeña parcela de poder. En Cuba no hay cubano libre, salvo los que viven arriba, en la esfera cumbre del poder.

Y de ahí la contradicción constante de esa parte de la izquierda mexicana. El régimen cubano que urgen preservar es la definición misma de las conductas represoras y autoritarias que a diario y con toda justicia deploran en México. Al defender al “Comandante” en realidad defienden un legado de represión y censura. Parece una contradicción. A menos, claro, de que en el fondo les parezca deseable.

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