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Una de las pruebas fehacientes de que los mexicanos estamos apenas en los márgenes de la civilización es —sobre todo en esta capital reseca y tatemada— que en el cacumen promedio exista la certeza de que los ríos son lugares que sirven para ir a echarles refrigeradores viejos, y colchones, estufas, lavadoras y fierro viejo que vendan, amén de la basura y los cadáveres de los perros y los gatos, o de lo que se sea su voluntad.
Es muy extraño. Lo que en todo el ancho mundo y a lo largo de los muchos siglos es símbolo y objeto simultáneo de la más elevada reverencia, el río, entre nosotros se entiende como una equivocación de la naturaleza que es menester remediar, y que la manera adecuada de hacerlo es acabando con él.
Ya pueden los ríos engendrar culturas, abrazar con sus márgenes a las pequeñas comunidades y darles de comer y beber, irrigar sus faenas agrarias, moler su grano, generar energía, aportarles seguridad ante los invasores, trasladar viajeros con sus bienes y mercancías; se convierten en arterias o laberintos frente a poetas, intrigan a los filósofos pasmados ante esa forma mojada y acostada del tiempo; paren mitologías colectivas. Y además aportan recreo a los ojos fatigados por el trabajo y por las duras calles, atenúan la caléndula y congelan al invierno; educan a los niños en el misterio de la memoria, pasean enamorados y, mortaja de agua, acogen al melancólico terminal o le borran la conciencia a quien ya no puede más, no puede más con ella.
Los ríos hablan. Lo supo Neruda, poeta río él mismo, el pluvial por excelencia: “Tienen el mismo idioma que yo tengo”, escribe, y con él cuentan cosas que se entienden pero no pueden repetirse. Fue en el Papaloapán (él lo acentúa) que se sumergió “tocando con las uñas el agua poderosa./ Quiero ir hacia las matrices, hacia la contextura/ de sus originales ramajes de cristal:/ ir, mojarme la frente, hundir en la secreta/ confusión del rocío/ la piel, la sed, el sueño”.
Las magníficas ciudades son las huertas civiles de los ríos. Por eso es frecuente que, orgullosas, sobre todo en la fatigada Europa, muchas de ellas pongan el nombre de su río aledaño de apellido como hace, por ejemplo, Frankfurt-sobre-el-Meno. Mesopotamia, la arcaica sabia recostada entre el Tigris y el Éufrates, significa “entre ríos”; el Nilo, río pleonasmo, que es tan largo, dice Borges, que cabe en la palabra Nilo (que significa… “río”). ¡Y la magnífica ría Ganga (porque es un río hembra), atrapada en la trenza infinita de Shiva, de donde mana para regar a la inabarcable Madre India!
Y así sucesivamente.
Pero, y entonces… ¿por qué no supimos nunca entender eso? ¿Por qué en México nos da por entubar los ríos, masacrar arroyos, asesinar riachuelos y cometer hidrocidio con premeditación, alevosía y ventaja?
Quién sabe en qué consiste, pero arraiga en una configuración mental contrahecha. Como si ver pasar una agua cualquiera, en vez de conducir a las conductas reflexivas, en vez de sembrar la posibilidad de ver un símil de la vida, sólo generase un raro rencor torvo, un imperativo de crimen, como si un río fuese una mentada de madre a la que hay que responder con la violencia de ley. ¡Fuera, fuera con ese río, a entubarlo, a cancelarlo ya, a disecarlo! ¿Cómo se llama esa cosa? Se llama Río de la Piedad. ¡Nada, contra él! ¡Que se llame Viaducto Miguel Alemán! ¡Aquí somos progresistas!
El Río de la Piedad; el Chrurubusco, el Mixcoac, el Consulado, el Magdalena y tantos y tantos más, todos o casi todos ya exríos, ríos difuntitos… Vivo cerca del Panzacola: dos o tres cuadras aún sin entubar: hedor potente color de esputo, espuma amarilla, cascaditas de caca y basura. Y en sus riberas las ratas hacen picnics.
A veces resucitan esos ríos. Sus lechos subterráneos se despiertan con la lluvia y arriba, sobre sus tubos y sus capas de concreto, un émulo de río se manifiesta: es el fantasma del río, un río de caucho y hojalata, claxonazos y mentadas. Y ese río substituto se mueve más lentamente que cuando había río y llevaba agua. La paradoja final: el río entubado, muerto, debajo del tráfico embotellado, que va a la mar que es el… etcétera.
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