En el año presente, el cual se alista para marcharse y uno de los más funestos en el caso de mi propia vida, sólo acepté la invitación a dos compromisos relacionados con la literatura. Por ello estuve en Oaxaca la semana pasada. Y no me arrepiento; el buen trato del que fui objeto es inmerecido y va más allá de todas mis expectativas, pese a no corresponder yo del todo y pasarme la mayor parte del tiempo enclaustrado en el Hotel Victoria. Aun así me encontré con algunos buenos amigos y con uno que otro escritor respetable. El miércoles 16 charlé en público con el escritor Luis Muñoz sobre la memoria (la feria del libro —FILO— estaba dedicada a este tema). Antes me resultaba sencillo hablar ante cualquier público. En cambio, ahora me siento tan ajeno a mí mismo, escucho mis palabras y me doy cuenta de que uno es capaz de observarse desde la ventana de otro tiempo. Una sensación inédita: como si asistiera a mi propio funeral y tomara el papel de una sombra discreta y atenta al movimiento de las palabras y los cuerpos. En fin, si algo tenía que decir es que la memoria es el esfuerzo que uno hace para inventarse un vida. Para ello la memoria tiene que ser relatada: entonces adquiere gravedad, fundamento y raíz. De lo contrario, sin palabras las sensaciones serían tan puras que no nos permitirían vivir en sociedad: no seríamos más que un halo de sentimientos primitivos, voluntad de poder y energía sin historia. ¿Y qué sucede con todo aquello que se olvida? ¿Lo que no podemos contar y que supuestamente nos ha afectado? Antonin Artaud, quien en el fondo de sí odiaba la escritura, afirmaba, pleno de evidente desesperación, que “Escribir es impedir al espíritu moverse en medio de las formas como una vasta respiración.” A sus ojos la escritura representaba un obstáculo para la libertad y la memoria pura, una trampa y una necedad. ¿Quién puede saberlo? El tiempo pasado es un mito de graves consecuencias y resulta ser todavía más misterioso que el futuro, el cual asoma un ojo somnoliento desde la eternidad. ¿Por qué debe uno poseer un pasado? Quizás para transformarse en piedra, en cosa y forma. ¿Y qué sucede con la memoria social? ¿Cómo podríamos definirla? ¿Existe algo parecido a una memoria social en la que coincidan individuos distintos entre sí? (El filósofo David Chalmers consideraba tal el problema de fondo en el conocimiento. Y Susan Greenfield, científica y farmacóloga sostiene que la conciencia no se halla localizada en ninguna región del cerebro, etc...). En fin, si ya el problema de la conciencia individual es enorme y, creo yo, el más irresoluble de todos los conflictos filosóficos o científicos por resolver, entonces el relativo a la conciencia social es todavía más arduo y complejo. ¿Cómo olvidar los crímenes que se cometen a diario contra la sociedad y la impunidad con que los asesinos y patanes marrulleros se pasean tranquilamente entre nosotros? ¿Y los gobernadores mexicanos que han convertido la buena idea de la Federación en un campamento de ladrones feudales que actúan sin ningún control? Al menos yo no voy ni quiero olvidar tales hechos. Si Bernard Williams, en el final de un ensayo que concibió sobre la ignorancia, nos recuerda o advierte que, quizás, el mayor problema al que se enfrentan los seres humanos es que no saben vivir juntos, yo creo —como el escéptico parcial que habita en mí— que en algunos casos sí lo pueden hacer, es evidente, pero que en general se enfrentan a diferencias morales y sociales en muchos aspectos irreconciliables. Esa entidad que llamamos humanidad carece de un tejido capaz de soportarla. La memoria no es la misma en el caso de todos los hombres, ni tampoco la memoria histórica o la fisiológica (cerebral, neuronal, científica). Ni siquiera logramos expresar con certeza los hechos de nuestro pasado mismo. ¿No es entonces la memoria una mezcla de conocimiento de hechos pasados, capacidad cerebral, etc.., pero sobre todo una construcción mítica? ¿No elegimos del pasado los hechos que nos convienen para crear un sendero moral y no aniquilarnos unos a otros? Y si esto último tuviera algo de sentido, ¿no sería entonces la memoria una gran mentira narrativa cuya función es ayudarnos a sobrevivir? ¿Las instituciones civiles, los derechos del hombre, la política compleja consecuencia de los conflictos y acuerdos en el devenir de la historia, y el progreso moral forman parte de alguna clase de memoria privilegiada, pero no compartida? Y cuando me refiero a la memoria como un relato compartido no quiero decir manipulación del pasado, sino conversación y acuerdo.

Voy a transcribir un párrafo de Carl Amery (Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?) al que acudo continuamente: “Que Stalin acabase con muchas más personas y que construyera un Estado del terror y de vigilancia mucho más sólido que el de Hitler es innegable; pero lo construyó sobre los fundamentos de una mentira humanista, de una amputación oportunista de su propia teoría y tradición, no sobre un dogma de la cría proclamado abiertamente.” Yo comprendo la pasada aseveración de esta manera: uno impuso el terror desde el humanismo (Stalin) y el otro desde la eugenesia (Hitler). No me consuela llegar a esta conclusión, aunque el escéptico que vive en mí, se pregunta si a estas alturas ya respetables del siglo XXI la memoria histórica que edifica valores morales para la supervivencia y el buen vivir de todos los seres humanos está en declive. Totalmente en declive. Yo lo creo; no hay señales que exclamen lo contrario. ¿Cuánto dinero se ofrecerá en el futuro para capturar y castigar a la mayoría de los actuales gobernantes? Carajo.

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