Alfonso Reyes es, en sí mismo, un género literario. Su inmensidad ha trascendido eras imaginarias. Desde su juventud dio muestras de su temperamento insurgente, cuando renunció a ser secretario particular de Victoriano Huerta pese a la insistencia de su hermano Rodolfo, entonces ministro de Justicia.

Habitante de la literatura, procuró sustraerse del influjo de la Revolución. Para zanjar el peligro de sucumbir ante la tentación de Siracusa, abandonó el país por largos periodos, en ocasiones con el respaldo de Relaciones Exteriores y otras valiéndose de su espíritu aventurero. Cultivó la lectura y cosechó un grado de erudición casi inconcebible; y logró conjugar en la palabra escrita la minuciosidad del ensayista, la lucidez del narrador y la mirada resiliente del poeta.

Nacido bajo el signo de la insumisión, se negó a escribir sobre la muerte de su padre, Bernardo Reyes, hasta que habían transcurrido 17 años de la Decena Trágica. Entonces confeccionó su Oración del 9 de febrero, una de las elegías más conmovedoras del siglo XX: “Discurrí que estaba ausente mi padre (…)y, de lejos, me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo”.

En los 40 se radicó en México y las nuevas generaciones de escritores lo convirtieron en su consejero. Fue Reyes quien llevó a cabo las correcciones finales a la primera edición de Libertad bajo palabra. El propio Octavio Paz aseguró, cuando recibió el premio Xavier Villaurrutia en 1956, que sin la obra de Reyes, su ensayística no hubiera encontrado su forma.

En la cumbre de su trayectoria, Reyes fundó la Casa de España —hoy Colegio de México— para acoger a los académicos del exilio republicano. Pasó sus últimos años instalado en la colonia Condesa, donde continuó su labor intelectual y erigió un santuario consagrado al saber, compuesto de libros, cartas, arte y demás curiosidades. Él mismo describió entusiasmado su nuevo hogar: “Mi casa, hecha con el esfuerzo de toda mi vida, para dar asilo conveniente a mis libros… ya está aquí el salón especial para recibirlos, que hace esquina a Industria y Tacámbaro, de dos pisos con mezzanine. Arriba, en un volado del piso, estará mi escritorio. Tengo luz cenital, ventanitas alargadas en todos los nichos que dan a la calle, y una gran vidriera al lado de mi escritorio, que recorre los dos pisos. No puedo creer a mis ojos”.

Reyes murió el 27 de diciembre de 1959 dejando tras de sí un legado imperecedero. Al paso de los años, el Fondo de Cultura Económica se dio a la titánica tarea de continuar la edición de sus Obras Completas. Lo cierto es que los 25 volúmenes que componen la colección están lejos de cumplir su propósito, a pesar de que la editorial ha intentado complementar su proyecto con la publicación de algunos libros sueltos y de los Diarios, cuyo quinto tomo no ha visto la luz aun cuando el sexto y el séptimo ya están disponibles.

Hay todavía muchos senderos por explorar en los trabajos del gran ateneísta. Sin embargo, su intención póstuma de construir un espacio dedicado a la lectura y la reflexión no se ha consolidado. Si bien su última residencia se convirtió en un centro cultural bautizado como Capilla Alfonsina, éste no ha logrado su cometido, y hoy apenas funciona como archivo muerto.

Miles de documentos alfonsinos se empolvan entre las paredes del recinto que parece condenado a la indiferencia de los lectores y de las dependencias culturales. Para combatirla, invito a los curiosos a visitar la Capilla, ahí podrán descubrir al Alfonso Reyes conversador, a través de su correspondencia inédita con personajes tan apasionantes como Miguel Ángel Asturias, Henri Bergson, Adolfo Bioy Casares, Nellie Campobello, Rómulo Gallegos, Federico García Lorca, Vicente Huidobro, José Lezama Lima, Pablo Neruda, Luigi Pirandello, Ernesto Sábato, Saint-John Perse e Igor Stravinsky.

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