Recientemente publicado por H. Schwarz en la revista Nature, el artículo “On the usefulness of useless knowledge” (aludiendo a un texto de mismo título publicado por A. Flexner, de la Universidad de Princeton, en 1939) resulta de suma pertinencia para el diseño presente y futuro de las políticas públicas y criterios institucionales con respecto al apoyo a la investigación científica básica.

El argumento de dicho artículo hace énfasis en una idea muy sencilla: la investigación científica básica requiere de libertad, tiempo, espacio e inversiones a largo plazo para dar sus mejores resultados. Casi por regla general a lo largo de la historia, la ciencia no ha avanzado ni generado innovaciones o desarrollos tecnológicos porque persiga esos fines materiales y prácticos específicamente, sino todo lo contario. Las más importantes aplicaciones prácticas surgidas del quehacer científico durante los últimos siglos se han debido al trabajo que realizan las mujeres y hombres de ciencia desde la investigación básica libre de metas fijas y llevados tan sólo por su curiosidad, inteligencia, intuición, pasión por el conocimiento y ayudados, en muchas ocasiones, por la serendipia y la casualidad. Cualquiera que conozca un poco sobre la historia de la ciencia sabrá que los mayores avances, logros y descubrimientos surgidos de la investigación básica no han sido planeados, así como que su valor y utilidad ulteriores no fueron plenamente identificados de inicio.

Ejemplos de esto sobran, pero Shwarz no omite ofrecernos algunos como la tecnología GPS surgida gracias a la teoría de la relatividad de Einstein; las aplicaciones de los rayos x descubiertos por Wilhelm C. Röntgen en la Universidad de Wurzburgo; los primeros láseres fabricados casi paralelamente por T. Maiman, Ch. Townes, A. Leonard Schawlow y R. Hall basados en los fundamentos postulados por Einstein para el desarrollo de láseres y máseres, lo mismo que en la ley de radiación de Max Planck; las tomografías por emisión de positrones (PET) que se emplean para la detección del cáncer en la mayoría de los hospitales, surgida gracias al trabajo de Paul Dirac's en 1927 cuando predijo la existencia de la antimateria; toda la inmensa diversas de aparatos electromagnéticos fruto de las investigaciones en física y química de M. Faraday; la catálisis química (relacionada con el 20% de la economía global) surgida de la inquietud puramente académica que pretendía comprender cómo las uniones moleculares se generan o rompen; los transgénicos y todo lo que hoy se puede hacer gracias a las investigaciones y descubrimientos realizados por Rosalinda Franklin, Watson y Crick para elucidar la estructura del ADN, o, por último en esta muy breve lista, los avances en la computación y la teoría de la información basados en los estudios de física básica que Schrödinger realizó en torno a la mecánica cuántica.

Por ello Shwarz defenderá la idea de que la mayor apuesta para el desarrollo científico-tecnológico es aquella que pone sus créditos en las personas garantizando su libertad intelectual y de trabajo, así como un financiamiento generoso y paciente pues, nos recordará, como diría Max Plank “el conocimiento siempre ha de preceder a su aplicación”.

Lo anterior implica superar visiones cortoplacistas, exigencias inmediatistas y la persecución de metas estrechas en tanto que sólo buscan ganancias materiales para los inversionistas (que no para el beneficio de la humanidad) o para paliar ciertos problemas más que en comprenderlos y así, en muchos casos, darles plena solución.

Como se ve, los mejores científicos e innovadores siempre han sido aquellos que, más que vivir de la ciencia, viven por y para la ciencia (como diría el filósofo Friedrich Schiller). Por ello hay que tratarlos como lo que esencialmente son, mentes apasionadas que pueden dar frutos excepcionales si se les da la oportunidad, insumos y herramientas para hacerlo, y no como maquiladores a los que se les exige cuentas a cada instante y la innovación de productos que sólo satisfacen las demandas de un mercado consumista, obsolescente y superficial.

Los países más desarrollados, los que más premios Nobel tienen entre sus científicos, aquellos que han generado las más útiles y magníficas innovaciones que ha revolucionado nuestro modo de vida, han entendido esto. Ojalá en México el gobierno entendiera esto y en lugar de reducir las becas de posgrado y los recursos para la investigación científica hiciera de ella y de la educación un mecanismo imprescindible para coadyuvar a la solución de los problemas acuciantes, los crónicos y los emergentes que nos afectan y que, muy probablemente, nos afectarán de peor manera en el futuro.

Directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM

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