La decisión del Tribunal Supremo de Venezuela, que determinó la transferencia de las competencias del Poder Legislativo hacia el Judicial, fue calificada como un grave desacato al régimen democrático que derogaba el orden constitucional, sólo comparable a un “golpe de Estado” según el secretario general de la OEA. Merced a esta reacción y a la enérgica denuncia de la fiscal de ese país, la acción fue rectificada pero el agravio quedó en los anales de la historia.

Independientemente del exceso incurrido por la Asamblea Nacional, mediante un previo desacato al fallo del Tribunal respecto del juramento de tres diputados con la intención de lograr la destitución del presidente, la respuesta judicial fue desproporcionada y legalmente indefendible. Representó una invasión de funciones, la violación del principio de separación de poderes y el desconocimiento de la expresión de la voluntad ciudadana.

Conforme al principio de soberanía popular, la designación de los integrantes de los tribunales supremos recayó preponderantemente en los poderes legislativos y a veces en el sufragio público. Así ocurrió en nuestro país durante más de cien años. En la Constitución de Apatzingán de 1814, el nombramiento de los cinco integrantes del Supremo Tribunal de Justicia era competencia del Congreso, quien los elegía por mayoría absoluta de votos. En la Constitución Federal de 1824, se incrementó a once el número de ministros de la Corte, más un fiscal, propuestos por las legislaturas de los estados, quedando a cargo de la Cámara de Diputados el cómputo para determinar la mayoría absoluta.

En cambio, la Constitución de la República mexicana de 1857 determinaba que la Suprema Corte se compondría de once ministros propietarios, cuatro supernumerarios, un fiscal y un procurador general. La elección sería semejante a la del Poder Ejecutivo, esto es popular e indirecta en primer grado; razón por la cual Benito Juárez, cabeza del Poder Judicial, asumió la Presidencia de la República a la renuncia de Ignacio Comonfort.

En la versión original de la Constitución de 1917 los ministros de la Suprema Corte se elegían por el Congreso de la Unión mediante cuórum calificado y mayoría también calificada; los candidatos eran previamente propuestos, uno por las legislaturas de los estados.

Con la reelección de Álvaro Obregón y poco antes de su asesinato, el gobierno federal promovió reformas constitucionales tendientes a la centralización del poder político en la Presidencia de la República; entre ellas la supresión de los municipios en el Distrito Federal, la no reelección y reducción del número de diputados y la pérdida de inamovilidad de los ministros de la Corte y su designación por el Ejecutivo mediante un sistema de ternas que da la última palabra al promovente. Durante varios sexenios se fue modificando la composición de la Corte de acuerdo a las orientaciones y preferencias de los gobernantes en turno. Ello no habla necesariamente de una supeditación o incondicionalidad de sus integrantes a los dictados del Ejecutivo, pero sí de una indiscutible influencia ejercida por éste en los asuntos de mayor interés o en los que consideran de alta incidencia política, como ocurrió recientemente cuando la Suprema Corte negó, sin ningún argumento válido, la posibilidad de someter la reforma energética a consulta popular.

Esta situación no se modificó en lo esencial con la reforma introducida en 1994, aunque cesó en sus funciones a todos los ministros, creó un Consejo de la Judicatura dependiente del propio Tribunal y le otorgó a ésta máxima instancia facultades que corresponden en casi todos los países a una Corte Constitucional específica.

El máximo tribunal de la Federación tiene hoy la tarea más compleja a la que haya hecho frente: resolver sobre controversias y acciones de inconstitucionalidad interpuestas contra la Constitución de la Ciudad de México, algunas de las cuales tienen que ver con la integración de los poderes. Representa una ocasión inmejorable para demostrar su imparcialidad y fortalecer la vigencia del federalismo, así como la ampliación de los derechos humanos. Es necesario que actúe con plena independencia y celeridad para no dejar a la capital en la incertidumbre jurídica. También que propicie las audiencias públicas y se abra a las demandas de la sociedad. Una Corte abierta podría rescatar su carácter democrático.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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