En estos tiempos amargos la prédica y la práctica de la violencia vuelven creíble la imagen del apocalipsis. Las soluciones de paz se esfuman a cada momento, socavadas por la xenofobia y el odio, mientras el añejo colonialismo se parapeta tras de los muros de la “seguridad nacional” y las soluciones a los conflictos pacientemente negociadas, como el acuerdo a la guerra de Colombia, se entrampan en el resentimiento y la disputa ideológica. En ese contexto la desaparición de Shimon Peres, último de los padres fundadores de Israel, mereció un homenaje generalizado, aunque no exento de menciones críticas respecto de su pasado guerrerista. Fue un reconocimiento esperanzado en la capacidad de los hombres de Estado para aprender de la experiencia y convertirse en promotores declarados de la paz.

Prevaleció el recuerdo de sus últimos años, en palabras de Obama: “el hombre que defendió el diálogo para superar los enconos y alcanzar la concordia entre regiones y países”. Así lo conocí a fines de los ochenta gracias a la artesanía política de Willy Brandt, que buscaba universalizar la Internacional Socialista mediante la incorporación de líderes emergentes y movimientos progresistas de diversas regiones del mundo. En las reuniones del Consejo, el estadista israelí abogó por la incorporación del PRD a la organización. Durante una reunión en El Cairo, cuando se discutía un encuentro en Madrid entre palestinos e israelíes, consciente de mis posiciones comprometidas en las Naciones Unidas, Brandt me pidió que apoyara el proyecto y defendiera el respeto a la legalidad internacional en el Medio Oriente.

Huyendo de la persecución nazi que asoló a su familia, Shimon llegó a Palestina a los 11 años, antes de la creación del Estado de Israel, convencido de que el pueblo judío debía crear un hogar nacional en la tierra de sus antepasados. Era la época en que la utopía israelí tenía sabor de revancha histórica. Como ministro de la defensa en 1956, a raíz de la nacionalización del Canal de Suez, Peres dirigió la ocupación de la península del Sinaí y la Franja de Gaza que provocó una reacción virulenta de los Estados árabes y dio por resultado la nuclearización de la zona.

La Guerra de los Seis Días lo hizo volver al reunificado Partido Laborista, en tanto líder de su ala moderada. Rechazaba no obstante acuerdos y compromisos con los países o agrupaciones árabes hostiles al Estado judío. Ello cambió en 1977 cuando la firma de los tratados de Campo David con el presidente egipcio Anuar el-Sadat. Tuvo posteriormente varios descalabros electorales, en los que se fue significando cada vez más como partidario de una paz negociada entre Israel y los árabes.

Cuando los laboristas recuperaron el poder en 1992, asumió el Ministerio de Relaciones Exteriores e impulsó las negociaciones de paz con la OLP de Arafat. El acuerdo con los palestinos de 1993 lo hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz, aunque la posterior victoria electoral del Likud frenara el difícil proceso. A partir de entonces dos posiciones encontradas dominaron el debate israelí. La de Netanyahu que rechazaba la convivencia entre dos Estados y no ofrecía más solución que la guerra y la de Peres, según la cual: “Los judíos no nacieron para gobernar a otro pueblo”. Viene a mi memoria una conversación celebrada en esta ciudad, en casa de distinguidos empresarios mexicanos de origen israelí, donde se discutía el ingreso de nuestro país al TLCAN. El invitado aprovechó la ocasión para explicitar su proyecto de un tratado de libre comercio entre Israel, Palestina y Jordania, dotado de instrumentos que aseguraran la igualdad y el tránsito de personas entre los tres Estados.

Hasta su muerte Shimon Peres nunca dejó de trabajar por las ideas que había abrazado, transpirando confianza en un futuro mejor. Afirmaba sin embargo que, habiendo modificado substancialmente sus perspectivas, no se arrepentía de lo que había hecho. Respondió que siempre había vivido de las cosas que iba a hacer mañana. No tuvo pues la ferocidad del converso, pero si la serenidad y la firme convicción de quien ha arribado al estadio de la razón. Un estadista de alma y cuerpo enteros que trascendió las contradicciones de su propia vida.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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