Se ha dicho que este siglo será el de las migraciones, caracterizado por éxodos masivos indetenibles derivados de la miseria y la inseguridad. La prédica de Donald Trump y la xenofobia creciente en los países desarrollados representan una alerta reaccionaria contra dicho fenómeno. Se pretenden levantar muros físicos sin atender a las causas de fondo que provienen de una globalización despiadada, violatoria de los principios que las Naciones Unidas habían establecido para crear condiciones de vida dignas en todos los países. El derecho a migrar es un derecho humano, pero lo es en mayor medida el derecho a no migrar.

La Unión Europea entendió que la libre circulación de las personas debería ser garantizada, pero a condición de elevar los niveles de vida de los países y regiones más pobres. España, por ejemplo, —a decir de Felipe González— pasó de tener un diferencial de salario con sus vecinos más ricos de 5-1 a 5-3 en unos cuantos años. El TLCAN en cambio, debido en gran parte a la apuesta de la tecnocracia mexicana en vender mano de obra barata, llevó este diferencial con Estados Unidos de 5 a 1 al que padecemos ahora de 15 a 1. Ross Perot había prevenido que los empleos norteamericanos “volarían” hacia México. Ocurrió lo contrario: los trabajadores mexicanos nadaron y corrieron hacia el país del norte, hasta sumar 11 millones en sólo 20 años.

La verdadera contención migratoria es la reforma social y la redistribución del ingreso a nivel nacional e internacional. Este año se celebra el medio centenario del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales —a los que luego se incorporaron los ambientales— que hoy cobra enorme vigencia. A pesar de que la mayoría de los Estados reconoce derechos como la salud, la educación, la vivienda adecuada, el trabajo digno y una remuneración justa, el modelo económico prevaleciente los ha vuelto nugatorios.

Nuestra región padece una de las peores distribuciones de la riqueza en el mundo, junto con el agravamiento de las tendencias históricas hacia la exclusión social. En México es obvia la falta de compromiso de la clase dirigente con esos derechos, tanto como la ausencia de mecanismos institucionales para su aplicación. El neoliberalismo intentó disfrazar el desplome de las condiciones de trabajo y la profundización de la desigualdad mediante programas marginales concentrados en la pobreza monetaria. De ahí la distancia entre el criterio de Coneval que mide de modo multidimensional el acceso a satisfactores y el del Inegi que confunde la erradicación de la pobreza con el reparto de las migajas. En realidad hay un comportamiento espejo entre el poder adquisitivo de los salarios y la pobreza.

La precarización del mercado laboral, el debilitamiento de los sindicatos, el estancamiento forzado de los ingresos de los trabajadores y la expansión de la informalidad tienen efectos devastadores sobre toda la estructura social. Ocupamos el cuarto lugar en el mundo con trabajo esclavo, registramos más de dos millones de desempleados y la masa salarial ha descendido de 35% del PIB a menos del 18% en tan sólo tres décadas. Cada vez es más evidente que el principal freno al crecimiento económico del país es la contracción de los ingresos de la abrumadora mayoría de la población.

El proceso constituyente de la capital abre una posibilidad inescapable de garantizar derechos consagrados en la esfera internacional, para lo que está habilitado por el artículo 1° de nuestra Carta Magna. La propuesta es que la Ciudad reconozca y tutele al trabajo, tanto asalariado como no asalariado, en tanto un derecho humano, y que establezca mecanismos efectivos de exigibilidad y políticas institucionales y sociales para su protección.

Los temas a discusión son variados: desde la jornada máxima semanal de cuarenta horas, hasta el acceso a la capacitación remunerada y a la certificación de competencias, la recuperación del valor histórico del salario mínimo, el derecho a la libertad de asociación sindical y contratación colectiva, así como el combate a toda práctica de simulación en las relaciones de trabajo. El objetivo último de éstas y otras políticas transversales es la instauración de un Estado de bienestar, compatible con nuestros compromisos internacionales y con la dignidad de los mexicanos.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses