El árbol de mi generación se va desgajando de modo implacable. Recordar en voz alta a los más distinguidos es un deber cívico. Fernando Solana acaba de morir y ha sido homenajeado con parquedad y respeto. Lo encontré todavía hace pocas semanas casi idéntico a como lo conocí: afectuoso, discreto y confiado en el futuro. Un hombre que nunca llevaba prisa, dijo su mejor discípulo.

Nuestra relación se remonta a los primeros años de los sesenta, en torno a don José Iturriaga, maestro empeñado en descubrir y promover a quienes consideraba jóvenes talentos. Recuerdo en ese grupo a Javier Wimer, Arturo González Cossío, Jorge de la Vega y tal vez Miguel de la Madrid. Pronto surgió el proyecto de elaborar un periódico de opinión, patrocinado por el propio gobierno, ajeno al oficialismo. Fuimos llamados, sobre todo, aquellos que habíamos realizado estudios en el extranjero y extrañábamos el debate internacional de las ideas. Fernando era el único que tenía experiencia periodística y era por tanto el más escéptico; en lo que tuvo razón, porque dicha iniciativa nunca cuajó.

Transcurrimos hacia la vida académica y luego hacia el servicio público. Solana fue hombre de diversos rigores que moldearon una personalidad singular. Se recibió de ingeniero civil a los 21 años, como licenciado en filosofía a los 25 y en ciencias políticas a los 32. Largo tránsito en el seno de la Universidad Nacional que lo llevó a ocupar la Secretaría General de la institución y a dejar para la historia esa página en la que aparece en 1968 al lado del rector Javier Barros Sierra en la defensa serena y firme de la autonomía.

Cada ciclo histórico refiere a sus protagonistas. Solana tuvo una pasión central: la administración pública, que desenvolvió como actor estratégico de los procesos económicos, educativos, políticos y diplomáticos del país durante las últimas décadas del siglo XX. Funcionario informado, preciso y perseverante, puso la mirada en el largo plazo. Educador permanente, formador infatigable de jóvenes y pionero de la reforma de las instituciones públicas. Asumió el pragmatismo como convicción; diplomático realista y desapasionado, trabajó por una patria más allá de las fronteras.

Me sucedió al mando de la Secretaría de Educación Pública en 1977. Por decisión de ambos, emprendimos una conversación por etapas sobre las distorsiones y desafíos de la educación mexicana. Según su dicho, conversamos más de catorce horas. Con un tono mesurado y consistente cumplió grandes objetivos del Plan Nacional que habíamos trazado. Después de la ruptura política de 1988, militando en bandos distintos, mantuvimos siempre una relación amistosa y el diálogo político.

Fue designado secretario de Relaciones Exteriores por el gobierno de Salinas, al que combatíamos frontalmente. Durante sus comparecencias en el Senado, en el que me correspondía la voz de la oposición, nuestros debates estuvieron marcados por el respeto personal y el análisis riguroso de los asuntos; también por nuestras diferencias, aunque él afirmara que no eran tanto de fondo, sino de temperamento.

Logramos modificar la relación de poderes en la materia y la cancillería se abrió a importantes sugerencias relacionadas con la jurisdicción internacional en materia de derechos humanos y el derecho de los tratados. Para su fortuna, aunque para infortunio del país, la diplomacia fue marginada de las negociaciones del TLCAN. Muchos años después pudo reconocer el fracaso del modelo implantado, señalando que ni la estabilidad macroeconómica ni la apertura a los mercados e inversiones externas habían logrado la bonanza prometida.

Solana, como canciller, aceptó romper la inicua tradición de omitir a debate los instrumentos internacionales que el Senado ratificaba y se obligó a informar al Poder Legislativo sobre los objetivos de la Secretaría en cada nombramiento diplomático y consular. Durante muchos años los candidatos se sometieron a un estricto escrutinio y se discutieron públicamente sus personalidades.

Al término de su carrera, ahora como senador, bregó por que el Legislativo “sirviera de palanca para impulsar la influencia de México en las coyunturas regionales y globales”. Fue la nuestra una generación formada para gobernar. Cesiones recurrentes de soberanía y el imperio de la corrupción lo impidieron. En ese entorno de decadencia, a Fernando se le recordará como un funcionario nacionalista y probo.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México 

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