La visita de Obama a Cuba es una página memorable de la diplomacia global, impensable hace apenas unos años. Para el huésped fue el “entierro de los vestigios de la Guerra Fría” y para el anfitrión el inicio de la “era del deshielo”. Primera vez en 88 años que un presidente estadounidense —Calvin Coolidge— ha puesto un pie en la mayor de las Antillas. Hecho de resonancias comparables con la presencia de Richard Nixon en Beijing en 1972, que desencadenó cambios fundamentales en el panorama mundial.

Destaca el intento de Obama por cimentar su legado a poco menos de un año de abandonar la Casa Blanca y de hacerlo irreversible ante las elecciones del 8 de noviembre. Igualmente, su sentido de aggiornamento histórico: subrayar que los graves problemas globales están muy lejos del antiguo conflicto del Caribe y que ante el paroxismo del discurso fascista y xenófobo hay que encontrar goznes trascendentes para la distensión y el diálogo.

La búsqueda de intereses compartidos, al margen de anacronismos y estereotipos, podrían señalar la gestación de un paradigma menos agresivo y más cooperativo hacia naciones consideradas mecánicamente como adversarias y contribuir, inclusive, a paliar la intensa polarización e injusticia que se vive en otras regiones del mundo.

A pesar de los innumerables obstáculos internos que semejante política encontrará para prosperar, no hay duda de que se orienta en un sentido correcto para el propio interés estadounidense. Los demócratas podrían incrementar sus clientelas entre las comunidades hispánicas, sobre todo si dan continuidad a decisiones migratorias inaplazables y asciende en su agenda la atención a los problemas latinoamericanos. El mensaje podría consistir en el fin de la preeminencia de la acción militar y en la búsqueda de novedosas soluciones estratégicas, próximas a los diálogos norte-sur y alejadas de las imposiciones neoliberales.

Por lo que hace a Cuba, la visita llega en un momento crucial para desatar los intercambios económicos frente a cualquier eventualidad política. También llega a pocas semanas del congreso del Partido Comunista en el que surgirán las nuevas voces del nacionalismo cubano y podría perfilarse quien será, a partir de 2018, el primer presidente sin apellido Castro.

Conforme la distensión vaya desplegándose, se hará evidente la sinrazón del embargo económico y financiero, que ha comenzado a flexibilizarse, y cuyo levantamiento despierta ya la codicia de los inversionistas. Por otra parte, la convivencia cotidiana entre los pueblos vaciará de sentido el cartabón “democrático”, en aras del cual el gobierno estadounidense ha desatado tantas guerras. Será también más transparente la agenda de los derechos humanos y su carácter universal e interdependiente.

La cohabitación fructífera y presumiblemente amistosa entre dos países con tradiciones nacionales distintas y cuyos sistemas económicos y políticos acusan grandes diferencias, podría generar formas de convivencia menos lastradas por los prejuicios como ocurrió en el caso de la distante China. Ello significaría que naciones desarrolladas, emergentes y en desarrollo replanteen los términos inequitativos de las relaciones internacionales entre economías asimétricas. En un futuro próximo, difícilmente podría hablarse con sustento del Consenso de Washington.

Para América Latina, lo que suceda en Cuba vuelve a convertirse —después de medio siglo de revolución— en un experimento de la mayor trascendencia para el futuro de la región. Como nunca, sería preciso avanzar en una agenda común de relaciones globales, fundada en las evidencias que arroja la situación social de nuestros pueblos tras varios decenios de preeminencia del pensamiento único. Es difícil creer que en EU, beneficiario incuestionable de los acuerdos económicos, se plantee abiertamente la revisión del TLCAN y se ponga en duda la utilidad y conveniencia del TPP, cuando en México sus supuestas bondades se presentan como hechos irrefutables.

Podría ser aventurado obtener conclusiones a largo plazo para un proceso que apenas arranca. Nuestra oportunidad depende en gran medida de la imaginación y voluntad de nuestras clases dirigentes. Lo que sabemos de fijo es que a pesar de tocar sólo dos países, esta gira fue continental. Apenas se esfumaban las imágenes de la Plaza de la Revolución, aparecía en los medios el elegante baile en Buenos Aires de Obama con su mujer. Como si fuera el último tango en La Habana.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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