Admiramos al revolucionario y al mártir por la devoción con que se entregan a sus causas superiores. Los demás –oficinistas, ninis o taqueros– parecemos satisfechos con sobrevivir, y en nuestros días emocionantes aspiramos a salir temprano del trabajo, correr a casa y fundirnos el cerebro viendo televisión.

La vida del revolucionario no se atiene a estas frivolidades. Su destino es trascendente. Su lenguaje, ostentoso y sagrado, escrito en letras capitales, sirve para lucir su vasto menaje ideológico (así como para detectar y embrutecer a las burguesas más impresionables con el fin de llevarlas a la cama). Su reino es el de la profesionalización del odio: los revolucionarios odian todas las convenciones (excepto las de los libros que devoran), todas las comodidades (ajenas), y cualquier tipo de civilización que se interponga entre ellos y sus fines solemnes. Un revolucionario en potencia comienza, de niño, por odiar lo que sea: “No le gustaba la mostaza. Esa fue otra de sus quejas antes de que empezara a quejarse del capitalismo” (en Pastoral Americana, de Philiph Roth).

La razón por la cual los revolucionarios de tiempos y lugares diversos son idénticos es que comparten una misma raíz: sus aspiraciones, de pureza absoluta, los separa del resto (nosotros, los gentiles). Es mediante ese mecanismo de minimización de los demás y de entronización de su fin que el revolucionario se siente en su derecho de: a) ser altisonante e intransigente; b) usar a la turbulencia como herramienta dilecta; y c) pensar que es legítimo imponer su modelo de realidad deseable al resto.

Los revolucionarios comparten complejo con la tía molesta que se mete en todo sin que la llamen, o con los redentores y mesías que llegan a salvarnos de problemas que no tenemos. Nunca quedarán satisfechos con cimbrar a la concurrencia con palabras e ideas estridentes y bastará que se topen con un poco de resistencia ideológica para que escupan, redoblada, su verborrea hipnótica y seudomística. Sus soluciones serán siempre proclives al atajo, gracias a que su primer rompimiento es con la realidad y por ello desconocen los métodos por los que las cosas funcionan; de allí que lo único que se les ocurra para conseguir un cambio sea hacer volar al mundo por los aires. Pero no se deje usted engañar: al revolucionario no le interesa optimizar nada por la vía del estallido; le interesa el estallido en sí, el prestigio que da el estallido, la adrenalina producto de la revuelta.

Ahora bien, el origen que causa el mal revolucionario nos habita a todos: estamos fundamentalmente insatisfechos gracias a que la vida paga poco y a plazos, y a que el presente está deslavado y guango. La diferencia es que los revolucionarios no pueden aceptar que la existencia sea esto y sólo esto: asistir a la oficina de 9 am a 6 pm, cambiar pañales, ahorrar todo el año para unas modestas vacaciones en Acapulco... Las causas de su inquietud no están afuera, en el orden social o ecológico o de cualquier tipo, sino en su alma adolescente. De allí que, incapaces de amar los sentidos de vida ordinarios por considerarlos pobres, se entreguen tan intensamente a un ideal significativo, incuestionable, santo y, como es propio de estas categorías, irrealizable. Así se evaden de una realidad que no aprecian y con ello procuran su regreso al Jardín del Edén. Pero los gentiles sabemos que el Jardín del Edén no existe, y que resignarnos a la insatisfacción es un prerrequisito para sobrevivir en esta realidad a la que, efectivamente, le hace falta una buena remodelación.

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