En su famosa y Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Bartolomé de las Casas afirmaba que “el único lugar donde las crueldades han disminuido es en México; ahí uno puede encontrar justicia y las inhumanidades no son toleradas, aunque el tributo es inmenso e intolerable, pero los homicidios no son frecuentes” (yo subrayo).

¿Qué diría hoy en día? Los homicidios son demasiado frecuentes no solamente en México, sino en toda América Latina. Pudimos un tiempo pensar que los horribles asesinatos de jóvenes mujeres eran una práctica criminal localizada en Ciudad Juárez, luego nos dimos cuenta que los estados de Hidalgo, México, Oaxaca y cuantos más andan por la misma senda, y en el pasado mes de octubre una Argentina escandalizada sorprendió al mundo con su alta cifra de feminicidios.

Entre todos los continentes, América Latina es el más violento, con 33% de los homicidios cometidos en el mundo, en una población que no alcanza 10% de la mundial. 135 mil personas fueron asesinadas el año pasado. Ciertamente, hay grandes variaciones entre los países y, adentro de cada país, entre regiones, pero la Argentina que tiene, después de Chile, la tasa más baja de seis homicidios por cien mil habitantes, la duplicó en los últimos años: una colega de Rosario nos dice que en esa ciudad, tradicionalmente pacífica, ya no se atreve a salir a pie; lo mismo me dicen los amigos de Buenos Aires. Uruguay está en 7, México entre 19 y 21, Brasil y Colombia por los 30, Venezuela trepó a 53 y Honduras a 84. A título de comparación, Europa está, en promedio, entre 2 y 3, mientras que nuestra América ronda los 23 homicidios por cien mil humanos: diez veces más. ¿Qué nos pasa?

Nadie puede afirmar que sabe exactamente el porqué, por más que invoquen el éxodo rural, el crecimiento desordenado de las grandes urbes, la falta de empleos, el bajo nivel educativo, la corrupción, la mala formación de la policía y la ineficiente justicia. Lo único en lo cual estamos todos de acuerdo es que la violencia letal y la inseguridad cotidiana son los grandes problemas del tiempo presente, y por muchos años. “¿Cómo, por qué hemos caído tan hondo?” nos preguntaba Raúl Cremoux el otro día, hablando de México. La misma pregunta vale para toda nuestra América: ¿por qué cayó en este pozo negro? El historiador añade: ¿Cuándo cayó? Para contestar en seguida que no es la primera vez, que nuestras guerras de independencia, a escala continental, dejaron una herencia funesta, no solamente de ruinas materiales, sino institucionales y morales. A lo largo del siglo XIX se buscó vanamente reconstruir y construir, de modo que la violencia imperó mucho tiempo y en muchas partes. A ojo de buen cubero, se puede decir que nuestro país, entre 1810 y 1910 gozó de unos treinta años de seguridad relativa. Entre 1913 y 1940, diez, doce años de guerra civil fueron prolongadas por lo que Luis González, en su magnífico Pueblo en vilo, llama típicos “episodios de matonería mexicana”.

Robert Muggah, del Instituto Ingarapé de Brasil y de la Fundación SecDev en Canadá, piensa que se puede reducir en 50% la actual tasa letal en diez años, pero que si seguimos así, la tasa promedio continental pasaría para 2030 de 21 a 35%. “El primer paso es empezar una conversación sobre el homicidio y sus causas. Luego, gobiernos y sociedad civil necesitan elaborar metas claramente definidas con métricas de éxito. Trabajando con la iniciativa privada, deben priorizar sus inversiones en políticas basadas en evidencia rigurosa”. (El País, 30 septiembre 2016). No será fácil, pero hay que reconocer la dimensión del problema y no tapar el sol con un dedo como ciertos gobiernos, y darle la prioridad que amerita. Las Iglesias católica, protestantes y evangélicas han sido las primeras en tomar conciencia de la tragedia y en trabajar en su solución. Por lo mismo, en el continente dizque más cristiano del mundo han empezado a matar pastores, sacerdotes y catequistas.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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