La batalla por el matrimonio igualitario enfrenta hoy una campaña de desinformación que busca deliberadamente confundir a la ciudadanía, sembrar odio y polarizar a la sociedad. Si bien la diversidad de opiniones ante éste como ante cualquier otro tema es válida en una democracia —como lo es el que las personas inconformes ejerzan su derecho a manifestarse— también es necesario dar una respuesta contundente ante un tema de derechos y cerrar el paso a cualquier intento de retroceso.

El matrimonio igualitario en México está consagrado en una concatenación del artículo primero y cuarto constitucional, así como en la interpretación que de estas disposiciones ha hecho la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), la cual determinó en su jurisprudencia que es inadmisible hacer distinciones entre las personas por su orientación sexual, como lo sería hacerlo por su color de piel, pertenencia étnica, sexo o religión. Tiene también sustento en el artículo 17 de la Convención Americana de Derechos Humanos, donde se señala que tanto hombres como mujeres tienen derecho a casarse “si tienen la edad y las condiciones requeridas para ello por las leyes internas, en la medida en que éstas no afecten al principio de no discriminación”. Los argumentos han sido expuestos y discutidos, y la Suprema Corte —máximo tribunal de México— dejó en claro su interpretación: en nuestro país, excluir del matrimonio a las parejas del mismo sexo es inconstitucional.

Al respecto, tanto las cortes internacionales como la Suprema Corte han sido muy claras: ahí donde las normas nos obligan a proteger a “la familia”, tenemos el deber de entender a la familia como una “realidad social”. El Estado no puede ni debe establecer un modelo único de familia, sino tomar en cuenta que hay distintas configuraciones de familias entre la sociedad. El deber de proteger a “la familia” debe entenderse, por tanto, como una obligación de velar por “las familias” en toda su diversidad.

La diversidad familiar ya es una realidad en México. De hecho, por más que algunos actores quieran asegurar lo contrario, los datos de Inegi indican que sólo cuatro de cada diez hogares son habitados por “familias tradicionales” (papá, mamá e hijas e hijos comunes); en otras palabras, éste no es un modelo mayoritario. Además de aquellas personas que viven solas, 17% de nuestros hogares está formado por parejas que viven en unión libre, 16% es liderado por una mujer sola y 4% es comandado por un hombre solo. ¿Acaso se pretende afirmar que esa mayoría de hogares no conforman una familia? Decir que sí lo hacen nos obliga a pensar este tema de manera amplia, más allá de las parejas del mismo sexo.

Un argumento recurrente es que el matrimonio debe conducir a la reproducción. Sin embargo, ni la Constitución ni la evidencia permiten respaldar esa afirmación. En México hay casi dos millones de hogares habitados por una pareja heterosexual casada que no tiene descendencia. Su decisión de no tenerla es válida y congruente con el derecho a decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de los hijos. No hay ninguna razón por la cual ejercer el derecho a decidir si tener hijos (o no hacerlo) deba determinar si dos personas pueden ejercer el derecho a casarse (o a no hacerlo).

Negarle a una pareja la posibilidad de casarse es también impedirle el acceso a otros derechos; es negar su derecho a tener derechos. Existen beneficios fiscales, de propiedad y migratorios, así como derechos en caso de muerte o incluso en la toma de decisiones médicas, que están atados a la posibilidad matrimonial. Una persona sin acceso al matrimonio tampoco tiene la posibilidad de heredar los bienes de su pareja y pierde el derecho a compartir su nacionalidad con la persona a la que quiere. Si el matrimonio es una forma de reconocer y proteger los vínculos de solidaridad que existen al interior de las familias, ¿por qué negarlo a las parejas del mismo sexo?

Coordinador de asesores de Conapred

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