Una de las características principales de la “guerra santa” contra el matrimonio igualitario, promovida por el Consejo Mexicano de la Familia y varios ministros de culto, es un viejo discurso basado en lo supuestamente “natural”. Lo ha dicho, entre muchos otros, el Padre Antonio Gutiérrez Montaño, vocero del Arzobispado de Guadalajara: “[la homosexualidad y el matrimonio entre parejas del mismo sexo] es algo antinatural, Dios hizo las cosas de otro modo; los perros se juntan con las perras para tener perritos”.

Históricamente, los discursos que aluden a nociones de lo supuestamente natural han servido para promover posturas supremacistas (de raza, género, nacionalidad y otras), impedir el reconocimiento de los derechos humanos y promover políticas abiertamente discriminatorias. Un recorrido por el convulso siglo XX lo ilustra con absoluta claridad.

En México, por ejemplo, existió en Sonora durante los años veinte y treinta una legislación que prohibía el matrimonio entre un hombre mexicano y una mujer china por considerar tal unión antinatural y aberrante. Uno de los defensores de aquella legislación señalaba también que México debía prohibir la entrada de personas de ascendencia china al país porque éstas eran “naturalmente sucias”, y se les comparaba con “los cerdos que se sienten incómodos cuando no encuentran un lodazal donde atascar sus trompas pestilentes”.

Prejuicios sustentados en la naturaleza de las “razas” también formaron parte del aparato discursivo de quienes se oponían al matrimonio interracial en Estados Unidos. “La unión de razas es antinatural”, argumentaban. “Negros y blancos no deben casarse porque sus diferencias físicas son la evidencia de que no nacieron para mezclarse ni estar juntos”. Otros, quizás creyéndose más generosos, planteaban su preocupación desde el lado de los hijos, como lo hacen hoy algunos detractores de las iniciativas de matrimonio igualitario: Los hijos de este tipo de parejas, argumentaban, serían “estigmatizados”.

La supuesta naturaleza de cierto tipo de personas también dio sustento al discurso racista de la Alemania nazi. Así lo explicó Hannah Arendt al señalar que uno de los fundamentos del antisemitismo era la idea de que los judíos tenían predisposiciones naturales hacia “lo malo”. Esa inclinación “natural” también los hacía “criminales reincidentes” incapaces de rehabilitarse. Sabemos que, como no podían ir contra su naturaleza y su presencia era indeseable, se emitieron varias leyes que discriminaban abiertamente a los judíos, hasta que se optó por el trágico camino del exterminio.

Las posturas contra el voto femenino también encontraron acicate en la supuesta “división natural del trabajo”, según la cual la “naturaleza” había impuesto diferencias físicas entre hombres y mujeres. En Estados Unidos, los integrantes de la Asociación Nacional Opuesta al Voto Femenino (una suerte de Confamilias que surgió a finales del siglo XIX y se extinguió al llegar los años veinte) planteaba que otorgar el voto a las mujeres tendría como consecuencia el “destruir a la familia”. Las mujeres no tendrían tiempo para aquellas actividades supuestamente propias de su sexo (el trabajo doméstico y el cuidado de los niños), claves para el funcionamiento de esa institución y de la sociedad en su conjunto.

Argumentos muy similares frenaron en México la primera iniciativa para otorgar el voto a las mujeres que presentó el presidente Cárdenas en 1937. Otorgar ese derecho, se dijo entonces, generaría “desastres sociales”. El sufragismo —decían sus detractores— era una “moda extranjera” que “atentaba contra la integridad moral de la familia”.

Seguramente en 20 años los argumentos de quienes hoy buscan cerrar el paso al matrimonio igualitario nos sonarán a todos igual de excéntricos y absurdos como los que se utilizaron a lo largo del siglo XX para reconocer derechos que hoy son incuestionables. En última instancia, reconocer a cualquier persona su derecho al matrimonio —a decidir a quién amar y con quién compartir la vida— es reconocer el derecho de todas las personas a tener derechos.

Hacerlo obligará a dar una batalla decidida contra los prejuicios en que se sustenta la discriminación, como lo hizo con valentía el presidente Cárdenas al proponer el voto femenino en el 37, y como volvió a hacerlo —ahora sí con éxito— Ruiz Cortines en 1953; quizás aquél haya sido el legado más importante de su gobierno.

Coordinador de asesores del Conapred

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses