La fotografía del presidente Enrique Peña Nieto con los cerca de 80 asistentes que acudieron el 17 de mayo a la conmemoración del Día Nacional contra la Homofobia ha quedado grabada en la historia. En el mundo de la gestualidad y los símbolos el simple hecho de haber reunido en Los Pinos a los colectivos LGBT constituye en sí mismo un parteaguas, independientemente de la importancia que revisten las iniciativas presentadas ese día. Independientemente, incluso, del destino que les depare en el Congreso.

Por primera vez el máximo representante del Estado mexicano encabezó una conmemoración de ese tipo con las organizaciones LGBT. No muchos presidentes en el mundo han hecho algo así.   Recordemos que el gobierno anterior ni siquiera osaba pronunciar las palabras “Día Nacional contra la Homofobia”; únicamente aceptó decretar un ridículo “Día Internacional de las Preferencias”, que para nadie significó absolutamente nada y sólo generó malestar entre la sociedad civil.

En cualquier caso, el acto del 17 de mayo no fue una simple ceremonia protocolaria. En un país donde la homofobia ha estado institucionalizada por años, el que la casa presidencial haya abierto sus puertas a organizaciones y personas que nunca habían estado ahí constituyó un acto explícito de reconocimiento del Estado mexicano a la diversidad sexual.

Tan sólo seis años atrás, cuando esas organizaciones marcharon a Los Pinos se encontraron ante una Fortaleza sellada, como recordó la semana pasada la activista Lol Kin Castañeda. Aunque algunos sectores progresistas quieran regatear lo que a todas luces constituye un logro de esta administración (y naturalmente de la sociedad civil que por años ha luchado por la diversidad sexual), no es irrelevante cuando una sede de gobierno abre sus puertas a sectores históricamente excluidos.

En los sombríos años del apartheid en Sudáfrica las personas negras no estaban autorizadas siquiera a caminar cerca del palacio de gobierno. No era casual. Tampoco lo ha sido que gays, lesbianas o trans, que por años han sido objeto de discriminación, hayan encontrado las puertas de tantas instituciones cerradas. El gobierno federal abrió simbólicamente esas puertas el 17 de mayo en uno de los puntos más importantes desde los cuales se ejerce el poder político en México.

Esa apertura permitió además generar un espacio de interlocución donde el presidente y su gobierno escucharon mucho más de lo que hablaron. En la conversación con los colectivos LGBT pudieron conocer de cerca historias de vida, de exclusión y discriminación, y acercarse a realidades que conocían poco. Fue una oportunidad para sensibilizarse de un modo poco habitual.

En el acto estuvieron presentes varias familias encabezadas por padres o madres del mismo sexo que han adoptado hijos en los últimos años y todavía viven en una situación de indefensión jurídica. La sola presencia de estas familias significó un reconocimiento explícito por parte del Estado a una realidad del México contemporáneo. Ese México en el que existen distintos tipos de familias más allá del modelo nuclear tradicional, donde se incluye a las familias homoparentales y lesbomaternales, por no mencionar a las monoparentales o a las familias extendidas. Una realidad que el conservadurismo se niega a ver.

En la reunión no estuvieron presentes solamente los sectores organizados que han luchado por la causa de la diversidad sexual. Asistieron también personas de la comunidad LGBT que están presentes en el mundo del arte, la ciencia, la cultura, la academia y hasta en algunas organizaciones religiosas. Se trató, sin lugar a dudas, de un reconocimiento a la contribución que las personas LGBTT han hecho en distintos ámbitos de la vida nacional.

El acto del 17 de mayo no quedó en un simple mensaje de tolerancia. La tolerancia es solo un primer paso, desde luego necesario. El segundo paso es el respeto; el tercero es la aceptación de las diferencias. El acto del 17 se acercó bastante a esto último.

Siempre que creído que el discurso importa. El que pronunció el 17 de mayo Peña Nieto importó especialmente porque un presidente de México se refirió a la diversidad sexual como “una condición normal que debe ser aceptada y en la que no caben estigmas”; habló de “la libertad de amar” y del “derecho de todas las personas a ser felices”. No es poco cosa. Lo siguiente, claro está, es velar porque esa visión se materialice en medidas concretas.

El 17 de mayo, Día Nacional contra la Homofobia, marca la fecha en la que hace 26 años, la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de su catálogo de enfermedades. Hoy está claro que la homosexualidad no es una patología. Así lo reconoció el presidente cuando señaló que la patología está, en todo caso, en esos estados de la República que se niegan a reconocer los derechos de las personas LGBT sin discriminación. Alexandra Haas, presidenta del Conapred, lo expresó con igual contundencia: “la homosexualidad no es una patología, la verdadera patología es la homofobia”.

Al final del acto, el presidente de México invitó a los asistentes a recorrer los jardines de Los Pinos y tomarse una fotografía. Allí, fuera del guión que tenía preparado, dirigió a los asistentes unas palabras improvisadas. La prensa no reparó en ellas, pero sin duda sonaron en los oídos allí presentes: “Quiero decirles que en lo personal tengo un gran respeto por la forma en que ustedes se han abierto un camino por su reconocimiento en condiciones tan adversas como lo han hecho”, les dijo.

Por todo esto, no me extraña haber escuchar que para algunas personas éste fue uno de los mejores actos públicos del actual sexenio.

Analista político

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