La muerte teme a quienes la desprecian y le tienden amistosamente la mano restándole importancia a su poder absoluto, definitivo. La angustia que nos provoca la muerte, ha escrito Edgar Morin en El hombre y la muerte, se acentúa en la soledad, los individuos son presa sencilla de esa angustia, a diferencia de lo que sucede cuando estamos acompañados: la compañía es un bálsamo, pero la conciencia de sí y de la soledad que acompaña a esta conciencia, en cambio, es un estar en manos de la muerte. “La presencia del grupo aniquila, rechaza, inhibe o adormece la conciencia y el horror de la muerte.” (Morin). Su cercanía con los cadáveres, los objetos comunes a los rituales mortuorios y los símbolos comunes y francos de las rutinas funerarias, colocan a la artista mexicana, Teresa Margolles, al resguardo de una angustia que se torna también tragedia de símbolos, caída hacia el vacío: drama. El concepto y recreación simbólica de la muerte no representan la muerte, sino su exorcismo, su puesta en duda como algo que en realidad existe y sucede. No dudo que las obras de Margolles tengan como fin último el conocimiento del mundo, pero no un conocimiento cimentado en la reacción o asombro de un público curioso y también amedrentado por los relatos del final de la vida, sino conocimiento formado desde la construcción pausada, casi distante de hechos que Teresa Margolles recrea en el seno de la materia misma: el cadáver supone también una veta plástica. Por supuesto existen obsesiones íntimas en su obra, es decir pulsiones, seducciones que la artista no rehúsa enfrentar, pero ¿quién puede mantenerse tan cerca de la muerte sin antes haber conjurado el terror que provoca un hecho que, de tan vulgar, se vuelve insoportable?

Creo que la obra de Teresa Margolles no ha sido puesta en el mundo por el designio de una conciencia trágica, tampoco es una alegoría funeraria o un conjunto de anécdotas que persigan como fin realizar una caricatura negra: no hay escándalo en su obra. En todo caso, se trata de una conciencia desprovista de temperamento dramático, fenomenológica, lanzada abiertamente hacia el objeto de su atención. El cuerpo sin vida continúa siendo una mina simbólica además de un territorio plástico, una vez que el corazón ha dejado de latir abandona su coherencia orgánica para transformarse en reunión de cosas, acciones químicas, materia que ocupa todavía un espacio, que despierta sensaciones, que despide un olor o que obliga a a los espectadores a imaginarse historias, a obtener conclusiones: a completar un concepto que es inacabado porque se halla demasiado próximo a la experiencia humana. El concepto mata a la muerte misma, la hace desaparecer como hecho real y concreto y le otorga un espacio teórico y estético. A nadie se le puede pedir serenidad cuando la intimidad humana es transgredida. No importa qué tan distante se muestre el artista cuando edifica su obra o imagina conceptos para fortalecerla, el espectador no puede mentir respecto a los relatos que él mismo ha fraguado de la muerte. En consecuencia, el que mira debe perder el control, la tranquilidad del científico que observa hechos predecibles: un espectador ideal añade sus manías, sus miedos a la obra que contempla. La sobriedad casi obsesiva de Teresa Margolles a lo hora de concebir y crear con tan refinada paciencia sus piezas proviene también del desconcierto o la locura momentánea que provoca en su público: un equilibrio perfecto en cuanto se produce de manera natural: el temor, la locura, el terror que en algunos casos puede producir su obra es el contrapeso de la seriedad extrema y especulativa con que ella afronta su compromiso artístico.

Acaso, al permitirle a su cuerpo una libertad animal y una despreocupación absoluta de las convenciones sociales de sus contemporáneos, Diógenes se preparaba para la muerte concreta. Así como los cadáveres en la morgue no pueden oponerse a las reacciones químicas de sus órganos, así el filósofo cínico permitía que su cuerpo se expresara de manera bestial y espontánea, sin limitarlo con las normas de moral civil o una tradición higiénica. En la obra de Margolles no veo una filosofía de la libertad o un retorno a la naturaleza primitiva. Por el contrario, descubro un juego donde la maldad está ausente, pero no la mirada que escruta e imagina combinaciones: no es sólo una mente sino un ojo que obtiene placer cuando presencia las formas que toma la materia sin vida. La ausencia de la muerte en sus piezas es, más que una paradoja, una conclusión desconcertante. ¿Cómo podemos imaginar que un cadáver pueda ser tantas cosas menos un emisario de la muerte? Símbolo, alegoría, laboratorio plástico, pero no representación trascendental de la muerte. El cuerpo inerte, el cadáver, toda la mecánica que implica su desaparición, su auscultación, abre puertas a una obra exenta de los prejuicios comunes corrientes con que solemos afrontar el hecho de la muerte: la sábana que cubre los cuerpos destrozados, el agua que baña sus partes, la disección de sus órganos, todo ello se vuelve parte de un salón de juegos que, sin embargo, deviene arte y concepto inédito en cuanto la imaginación de Margolles crea caminos inesperados hacia regiones lúgubres en las que abundan hermosos paisajes, llanuras sangrientas, nubes formadas por un ejército de hálitos moribundos. No es un ejercicio trascendental, ni tampoco una especulación ontológica lo que encuentro en esta obra excepcional, al menos no de manera premeditada. Lo que veo es una imaginación no conforme, un deseo de hacer que la carne muerta habite la vida de otra manera, y una inclinación a construir fortalezas de materia orgánica, refugios primigenios donde brindar habitación a lo otro, a lo que no somos.

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