Una de las más desconcertantes, y al mismo tiempo agradables sorpresas que me ha deparado la vida después de andar en ella por más de medio siglo, es que he dejado de aspirar a alguna clase de reconocimiento o aplauso que justifique y dé razón a mi paso por el mundo. Tal deseo o necesidad de grandeza —por llamarla de algún modo— es ya, en mi caso, historia sin movimiento y anécdota juvenil. Ello me ha permitido una ligereza tal que bien podría describirse como una entrada o aproximación a la nube que rodea a la muerte, una nube gris y a veces blanca, densa y por momentos disipada, pero siempre abierta: un encuentro cercano del tercer tipo. Hacer una pregunta sencilla es en realidad tan difícil que, por lo común, se renuncia a ella por temor al desprecio de los expertos o a la hostilidad reaccionaria que causaría su expresión. Sin embargo, y dotado de una levedad como la recién sugerida, me pregunto si desde una sensibilidad, capacidad y cultura humana e individual intentar modificar el estado ético de la sociedad en la que uno habita es un dislate o un despropósito. O, para describirlo de manera aún más dramática, ¿vale la pena esforzarse y seguir luchando en la búsqueda de un lugar habitable? ¿No sería más gratificante, saludable y sabio dar por sentado que el mundo en que se vive nos es dado en sí, ajeno e inmutable en su transformación, de manera que nuestras acciones no son más que una ilusión, un hecho predecible, contemplado y asimilado por aquello que cambia por sí mismo y sin pedirnos permiso? Tomar el papel de testigos sin más poder de intervención que el de nuestra mirada nos salvaría de cualquier clase de responsabilidad y sólo entonces podríamos concentrarnos en llevar a cabo o sufrir la vida que nos ha tocado vivir. Pero sucede que yo no me encuentro entre esa clase de hombres, sabios seguramente, que renuncian a intervenir llevados por la certeza de que su esfuerzo por modificar la moral imperante de su entorno es vacuo o insignificante. No obstante que comprendo tal escepticismo yo creo que la novela y lo que ello implica —es decir: más un horizonte narrativo que una teoría— modifican la percepción moral que el lector posee acerca de los asuntos que le importan. Y lo hace sin necesidad alguna de refrendarse a sí misma como protesta o crítica del mundo. Dickens, Saul Bellow y Philip Roth tienen en común que expresan las diatribas del entendimiento humano, sus temores, la angustia o amargura con que acometemos la vida en su infinita variedad y también en sus puntos o centros de confluencia humana. No edifican una teoría ni tampoco un serio manifiesto de protesta moral porque casi ningún escritor que se precie de serlo pondría el arte de la novela al servicio de una revelación, un dogma político o una finalidad determinada. Si lo hiciera fracasaría, es evidente, porque la narrativa que el lenguaje pone en acción se expande gracias a su naturaleza descontrolada y a su resistencia a las formas calculables. Así las cosas diría que la novela de ficción es más importante que la tecnología cuando nos proponemos discernir acerca del progreso humano. Cuando los personajes de una obra son incongruentes y oscilan entre una cauda de sentimientos encontrados ponen de manifiesto el aspecto más sobresaliente de una obra de arte: la lucidez que no es efecto de una filosofía y sí de un conocimiento desordenado que no duplica o imita a la realidad sino que la completa y la hace en verdad real. Y la hace real porque la provee de una lucidez inesperada que proviene de la mirada de un ser incompleto, siempre en camino de hacerse, no de redimirse. Permítanme expresarlo de una manera un tanto manida y algo exagerada: la novela es absolutamente útil en el progreso humano porque su utilidad no parece del todo evidente; al contrario de la tecnología cuya utilidad es tan obvia que incluso puede extenderse y divulgarse entre las personas menos educadas e indefensas a la hora de enfrentarse al acoso de un progreso entendido como nueva tecnología que les cae encima como una losa y limita de manera alevosa su capacidad de aprendizaje y discernimiento ético. Richard Rorty quien leyó las apreciaciones de Milan Kundera acerca de la novela —yo también lo hice— coincide con él en dos aspectos de este menospreciado arte en nuestros días. El primero tiene que ver con la renuncia a creer en una verdad inmutable o infalible que el escritor debe preservar con el fin de adoctrinar a sus lectores. Más bien es al contrario, un escritor pone en la mesa los fragmentos de una verdad diseminada y ya cada quien propondrá su imagen de moral o justicia, pero tomando en cuenta que ya ha sido expuesto a distintas versiones de la verdad por parte del escritor. El segundo aspecto puede describirse de forma sencilla: “La sabiduría de la novela no nace del espíritu teórico, sino del sentido del humor.” La risa sórdida que nos provoca la vida en sí injusta e irreductible. Por ello, algunos escritores consideran una acción cómica el proceder de la filosofía de ánimo trascendental o de la teoría política cuando intentan comprender exhaustivamente la realidad a partir de conceptos o sistemas referenciales que se encuentran ya incluidos en el devenir mismo de la obra de ficción. Es una lástima —yo diría: catástrofe— que a principios del siglo XXI la novela se despida y nos deje en las manos artilugios tecnológicos que en poco ayudan al progreso ético de las sociedades, al lado de teorías desechables y ampulosas que no dan noticias nuevas de esa realidad civil compleja, ambigua y desorientada que nos contiene y nos ahoga en su cruel simpleza.

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