Quizás la formación académica de los políticos juegue un papel más preponderante en su estilo de gobernar de lo que creemos. Miguel Ángel Mancera ha pasado la mayor parte de su vida estudiando el derecho y toda su administración recordándonoslo. Sus políticas se han concentrado en el campo de lo legal; en la creación de leyes o la promoción de reformas. Si los dos últimos jefes de gobierno cambiaron la ciudad físicamente, el mandato de Mancera será más recordado por los juristas que por los ciudadanos. No hay duda de que las leyes son importantes, pero el gremio a veces tiende a sobrevalorar su propio impacto; para que las leyes funcionen tienen que ser acompañadas de actores e instituciones que intercedan por ellas en el incómodo campo de la realidad. La reforma constitucional que cambia el estatus jurídico de la ciudad y el nuevo reglamento de tránsito son triunfos importantes, pero de poco servirán si sus consecuencias no aterrizan en el mundo de la cotidianidad.
 
Parece ser que en el Gobierno del Distrito Federal persiste una visión cuyo principio y fin es legal; la noción de que las cosas sólo existen cuando están en ley y que, por lo tanto, al transformar la ley se transforma también la realidad. Hace unos meses el GDF lanzó una campaña para celebrar los 190 años de la Ciudad de México. El aniversario cayó como sorpresa. La educación pública nos enseñó que la ciudad había nacido de un águila parado sobre un nopal; ante esta versión alegórica y romantizada el gobierno capitalino antepuso su contraria: una versión gris pero legalmente más plausible. En 1824 quedó asentado el nuevo nombre de la ciudad y su lugar como sede de los poderes: allí nació el Distrito Federal. ¿Puede uno contabilizar la historia de una ciudad a partir de un cambio legal? En 1995 la ciudad india de Bombay fue rebautizada como Mumbai, bajo la lógica de nuestro jefe de gobierno una de las ciudades más antiguas de la India estaría cumpliendo 20 años.
 
El ejemplo es anecdótico pero revelador. El problema principal del viejo reglamento de tránsito no era el de sus fallas regulatorias sino el de su inoperancia en la realidad. El caos vial no era el producto de una mala regulación sino de una nula aplicación de la ley. En ese sentido la creación de un nuevo reglamento no soluciona por sí mismo el problema: cambian las reglas pero no las instituciones que deben hacerlas cumplir. El nuevo reglamento hace sentido; construye un nuevo paradigma de movilidad, pero mientras que no se busque llevarlo a la realidad, el paradigma quedará en el ámbito de la ficción y las buenas intenciones. Mientras que el nuevo reglamento presume tintes primermundistas, la realidad vial se sigue hundiendo en un fango primitivo. No es casualidad que la controversia se centre en torno a las cámaras y sensores que el GDF ha puesto en la ciudad; las máquinas son las únicas que aplican la ley.
 
Al jefe de Gobierno le ha costado trabajo entender las razones de su baja popularidad. Ante ello ha emprendido una campaña de comunicación que busca transformar la imagen de la ciudad y con ella, la de su gobierno. Lo que quizás no ha entendido es que la falla es de origen. Su visión de ciudad ha quedado limitada por una tendencia a ver la realidad desde sus ojos de abogado.  El problema de la visión que permea a su administración es que limita incluso aquello que privilegia: las leyes son herramientas para mejorar la realidad, pero no son su fin último. Ni la Ciudad de México nació de una ley, ni transformar las leyes transformará a la Ciudad. Mientras la visión de nuestro jefe de gobierno siga concentrada en los resquicios legales, su legado será cuestionable. Sin embargo, no se necesita construir segundos pisos para transformar esto en un legado mucho más redituable. El nuevo reglamento por si sólo significa muy poco, pero si Mancera logra instaurarlo en la realidad, podría contarse entre uno de los logros políticos más remarcables de la -aparentemente breve- historia de la ciudad.

Google News

Noticias según tus intereses