El inminente comienzo en todo el país del sistema penal de corte oral, acusatorio y adversarial, tanto en el ámbito federal como en el local, exigirá cambiar la perspectiva desde la que se venía mirando la justicia, para ubicar a los derechos humanos de la víctima u ofendido en primer lugar.

Esa diferente manera de visualizar la relación entre autoridad, indiciado y víctima, encuentra su explicación en el origen mismo del referido sistema penal, que se situó inicialmente en Francia e Inglaterra, y posteriormente en los Estados Unidos de América, por influencia de éste.

La principal característica de ese sistema, que en su momento fue revolucionario, fue la tajante separación entre la tarea del juzgador y la función del fiscal, de modo que la carga probatoria correspondió de manera integral a este último, como acusador exclusivo, profesional y decisivo.

Contrariamente, nuestro sistema penal denominado “inquisitorio”, provino de una tradición diferente, la que probó su franca incapacidad histórica para ofrecer a la sociedad mexicana los resultados que ésta esperaba de sus autoridades de procuración e impartición de justicia.

Ese anacrónico sistema penal que tajantemente decidió dejar atrás nuestro Poder Constituyente, se ha distinguido por su protección desmedida de la legalidad, del formalismo y de los derechos del inculpado, todo ello a costa de la víctima y de la sociedad en general.

Por esta razón, debemos tener conciencia que si con motivo de la transición al nuevo sistema acusatorio, no se realizan las adecuaciones regulatorias y organizacionales necesarias, irremediablemente se van a presentar conflictos por la liberación de verdaderos delincuentes.

Efectivamente: el principal problema que se puede presentar en el nuevo sistema es que en aras de proteger los derechos procesales del indiciado, se privilegie el respeto desmedido de formalismos inútiles que nada tienen que ver con su verdadera defensa, precisamente en demérito de los derechos humanos de la víctima.

El objetivo palmario de la nueva ordenación constitucional del proceso penal en México deberá centrarse de forma prioritaria en la plena realización de la justicia por lo que hace a todas las partes involucradas en el juicio, así como a la protección eficaz del conjunto de la población.

Contrariamente a la arbitrariedad, a la impunidad y a la ilegalidad, mediante la debida sanción de readaptación o de segregación que corresponda al delincuente, es como el Estado mexicano podrá garantizar de manera verdadera el completo goce y el pleno ejercicio de los derechos humanos de las personas.

Para que ello sea posible, lógico y congruente, deberá tenerse presente –por tanto– que no toda violación a un formalismo procesal debe conllevar necesariamente la violación al debido proceso legal establecido en favor del indiciado o del procesado; y mucho menos para que éste no sea condenado.

Los criterios opuestos a esa orientación jurídica básica son naturalmente erróneos al no respetar los valores primordiales de nuestro sistema de justicia, como lo son la justicia en sí misma, la búsqueda de la verdad, la seguridad de la persona, la protección de la sociedad y la sanción al delincuente.

No debemos olvidar que los países que históricamente han operado bajo un sistema penal acusatorio no han tenido esa clase de contradicciones, esto debido a que sus instituciones para la protección de los derechos humanos operan ante todo bajo el principio de “cero impunidad”.

Por ejemplo, la Corte Europea de los Derechos Humanos, a través de sus relevantes resoluciones en la materia, ha establecido pautas para respetar –por una parte– los legítimos intereses de las víctimas u ofendidos y –por la otra– concluir los juicios penales, pero sin lesionar los derechos de los indiciados.

Así, en el trascendental caso Gäfgen vs Alemania, esa corte regional determinó que los malos tratos a un detenido “no afectan al debido proceso”, de modo que éste fue sentenciado por el homicidio de un menor, luego de que la policía obtuviera su confesión mediante amenaza.

Sin perjuicio de esa violación manifiesta, el tribunal europeo determinó que no se podría excluir la evidencia impugnada y la declaración extraída mediante dicho trato inhumano, ya que ese factor –en realidad– no tenía relación directa ni con la condena ni con la sentencia, máxime que a Gäfgen sí le había sido respetado su derecho de defensa y que la víctima, sus familiares y la sociedad, tenían un interés legítimo en su persecución, enjuiciamiento y castigo, exactamente al haber existido pruebas que lo incriminaban de manera irrefutable; mientras, la policía debía ser sancionada y el Estado alemán debía reparar el daño causado al indiciado.

Por todo lo expuesto, consideramos que con motivo del inicio nacional del nuevo sistema penal de corte acusatorio, la autoridad, la academia y la sociedad civil mexicanas, deberían ponderar las decisiones de los tribunales y organismos internacionales, que han tutelado eficazmente los derechos humanos de indiciados, víctimas y ofendidos, pero sin demeritar su finalidad compartida de impartir justicia y de desterrar la impunidad.

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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