En la negra noche se levantaron los muertos de las tumbas a reclamar la ciudad que amaron: Simone de Beauvoir y Victor Hugo, Cortázar y Borges, César Vallejo y Picasso, Colette y Balzac, Proust y Merleau Ponty, Molière y La Fontaine, Eluard y Nerval, y desde más lejos corrieron a reunírseles Valéry, y Amado Nervo y Rubén Darío, entre otros miles.

Los muertos (como nosotros) se niegan a aceptar que París sea la capital del odio. Al mismo tiempo, casi una docena de grupos de jóvenes —los más franceses— hicieron estallar sus propios cuerpos para declarar su odio, asesinando a 129 personas. Los muertos se levantaron de las tumbas y los vivos se declararon muertos y ellos mismos la Muerte.

Es la nueva forma de la guerra. Una guerra en toda forma. En respuesta a las avanzadas de un ejército, o donde alguien declare una palabra inconveniente, o publique una caricatura, una novela, un dibujo, una pintura que algún “iluminado” crea ofensiva.

El mundo ha cambiado. Es una suerte que ya no haya una capital en común para todos, como lo fue París. La diversidad y la fragmentación han crecido, a contrapelo con la globalización, plurificándose. El mundo se ha vuelto más pequeño, y la cartografía cultural ilumina más variedades. Las diásporas riegan en el mundo entero también fertilidad cultural. La idea misma de Nación cambia (sirva de muestra que los mexicanos asesinados en estos ataques tenían dobles nacionalidades, austriaca-española-americana y mexicana, como la tenían los kamikazes, por lo menos hay un pasaporte sirio), las plurinacionalidades debieran engendrar entendimientos. En París se habla hoy árabe, además del francés y otros idiomas, el multilingüismo también debiera generar diálogo.

Pero la violencia y las inequidades generan el horror. A las pérdidas humanas de las noches negras se suman las de la humanidad. No sólo caen los tesoros de la antigüedad. Otros daños “colaterales” son también temibles. Porque la respuesta al colonizador que debiera proponer una fértil revolución subversiva, se manifiesta en el pago de una alcabala perversa, una expresión de odio que voluntariamente borra racimos de buenas conquistas ciudadanas.

Porque grandes conquistas del siglo XX —algunas del feminismo y la revolución sexual— han sido retomadas y pervertidas por el enemigo mayor, la intolerancia y el fundamentalismo. “¿Qué son dueños de su propio cuerpo?, ¡pues vuélvanse ustedes mismos bombas! Pero eso sí: que las mujeres usen velo y se les mutilen los genitales”. Proponen un régimen de espanto.

La contraparte, la “defensa”, la otra forma cruel de la guerra, los bombardeos a civiles, las invasiones, las represiones, el recrudecimiento de leyes antiinmigrantes, la clausura de centros de reunión religiosos juzgados radicales, la cerrazón de las fronteras: todas estas medidas sólo engendrarán más odio. Y más odio provocará que más jóvenes se detonen a sí mismos, vueltos bombas de carne y sangre.

El odio se multiplica, es una granada de fragmentación, cuyas esquirlas nos lastiman, a todos, a cada uno de nosotros, en cualquier parte del mundo.

Los poderes centrales, los poderes civiles, los que debieran ser apóstoles de la tolerancia pero en realidad son hacedores del abuso y la violencia que contribuye este vértigo de espanto, se unen al coro del horror, voceando que hay que combatir con ejércitos al terrorismo. Craso error de foco que multiplicará de modo fatal e instantáneo el espanto y magnificará la necesidad imperiosa de repetir el mismo terrible error.

A los hoy caídos se sumarán más víctimas del impulso de un resorte que ha sido pisoteado, como bien lo dice Emily Dickinson: en alguno de sus poemas, “El venado herido salta mejor... ¡el acero de la trampa (al ser pisado), brinca!”

Atacar con violencia es multiplicar la violencia. Más cuerpos caerán asesinando más cuerpos si no aprenden ya las potencias la lección que dio el 9/11 de 2001. Urgente encontrar otra solución: es imposible quedarse con brazos cruzados.

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