En "", quinta obra de teatro escrita por el dramaturgo irlandés Samuel Beckett, se conjuga el arte de. La obra en un solo acto es llevada a escena en México por el director, dramaturgo y actor galardonado con el Premio Nacional de Artes y Ciencias en 2006, Luis de Tavira, quien interpreta a Krapp, el personaje principal, quien va dejando registro de su identidad a través de los años en cintas magnéticas en un monólogo que empieza cuando Krapp busca en la tercera caja de su archivo la cinta número cinco, grabada hace tres décadas, justo al cumplir 39 años. Krapp se oye a sí mismo y se desdobla en tres tiempos: juventud, madurez y vejez.

Ese monólogo constituye la médula de la pieza teatral. Es el Krapp viejo que en su cumpleaños escucha al Krapp que fue 30 años atrás; es otro y es el diálogo con ese yo que fue, al que De Tavira le agrega la presencia del silencio y su función en la obra, “lo que no se dice incluso cuando uno habla”, señala en la pieza que dirige Sandra Félix —ganadora del premio a la Mejor dirección por parte de la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro (AMCT) en 1998—. Una obra que se estrena el próximo viernes, a las 18 horas, en el Foro la Gruta del Centro Cultural Helénico (Av. Revolución 1500, Guadalupe Inn), con funciones sábado y domingo, hasta el 11 de septiembre.

Se considera a Krapp como una de las obras más autobiográficas de Beckett, ¿le parece que es así?

Pienso que en toda obra hay cierto grado de contenido autobiográfico. En esta quizá hay más que en otras, una visión personal. Pero no es necesariamente así. Krapp invita a una extrema intimidad en el aquí y ahora de la presencia, algo que ya no sucede mucho. El espectador probablemente se sienta incómodo por estar viendo y participando en el ritual de la memoria de un hombre mayor en la soledad absoluta, tratando de volver sobre su vida y sus recuerdos.

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Beckett es, sobre todo, un dramaturgo del silencio. Lo cual, en este tiempo vociferante, es contundente. Ya no hay silencio. Estamos entre los alaridos de la demagogia política convertida en un show barato, entre el mercado estridente a donde va cualquiera. Hemos perdido la palabra. Es algo grave porque habla de una catástrofe que ya sucedió y ahora lo verificamos con mayor fuerza. Krapp es el intento de un hombre solitario de hacer un recuento personal de su pasado. Quizá allí se percibe la perspectiva autobiográfica, aunque en ningún momento su teatro se presta a dicha condición. Beckett nos dice claramente que no guardamos silencio y que lo que somos es justo ese silencio del que surge una voz. La memoria nos permite inventar la vida. En otras épocas se acudía al diario escrito o la correspondencia; en esta modernidad tecnológica y mecánica se recurre a la fotografía. Aquí lo provocador es que es una cinta magnética. La imagen no es visual, la imagen es la voz.

Este hombre ha venido grabando sus impresiones en cada cumpleaños. En su arsenal avaricioso de la memoria, guardado en cajas de cintas magnéticas, hay una voz que le extraña volver a oír porque él ya no es esa voz. La aventura de la intimidad implica justo la gran tarea de la memoria: la selección. Krapp dice que hay que separar la paja para encontrar el grano. ¿Cuál es el grano de nuestra vida? Esa es la pregunta dramática que todos deberíamos hacernos. Beckett es un poeta rabioso de absoluto en la era del nihilismo. Esta obra se escribió unos años después del estallido de la bomba atómica. La ciencia llegó a la desintegración del átomo y se inauguró la era de la desintegración, no sólo del átomo, sino de todo lo que es. En el fondo hay un alegato por lo humano desde la fenomenología de la deshumanización, la incomunicación y la soledad, en el que probablemente la consideración del grano que explica nuestra vida sea un malentendido.

¿Cómo se diferencia Krapp de otras obras de Beckett?

En esta obra, Beckett se permite lo que no se permitió en otras porque es un autor despiadado. Aquí hay ternura. Él se ha formulado la esperanza de Esperando a Godot. La memoria es una pregunta por el futuro y no un asunto del pasado. Volvemos, entonces, al recuerdo para preguntarnos qué es lo que perdura. El olvido, por supuesto, es un mecanismo de defensa prodigioso: hay cosas que tenemos que olvidar.

¿Qué representa para usted el teatro de Beckett?

Hoy es un clásico, pero en su tiempo fue un vanguardista, un provocador. Entre Beckett y Kafka pasa algo similar: en nuestro país, Kafka, el fenomenólogo de la humillación de la burocracia, es costumbrista. André Breton decía que México era surrealista. Yo creo que México es aberrante. Podemos, de forma eufónica, describirlo como surrealista porque nos desconcierta. En el fondo, si lo vemos detenidamente, es aberrante; se puede poetizar, aunque no es así. Beckett es el fenomenólogo de la desolación y del vacío al que nos ha arrojado la civilización en la profunda crisis que vive. Llevar a escena hoy a Beckett implica ese reto. Parece que el mundo asimiló el modo de ser de lo que escandalizó en el teatro de Beckett. Hoy constatamos la fuerza de su manera de revelarnos la turbulencia espiritual del presente.

¿La crisis es lo que inserta a Krapp en nuestros días?

Tiene relevancia en el presente en la medida en que plantea, de una forma más verificada por la experiencia de la civilización, el proceso creciente de vaciamiento y nihilismo. Estamos en una catástrofe espiritual porque confundimos la imagen con las cosas. Tal como sucede con la virtualidad donde al parecer habitamos: un mundo de sonámbulos que está deshabitado.

De Sartre a Beckett hay un salto cualitativo. El personaje de La náusea, de Sartre, dice, en un acto de anagnórisis, de conciencia profunda, que el mundo es pleno sin él. Ajeno al mundo, la existencia sería el reto de entrar y participar en la fiesta del mundo. Pareciera que Beckett describe un balcón en la parte trasera de un edificio de la ciudad moderna; un balcón que mira hacia el abismo. Habría que asomarse al abismo. Las obras de Beckett son una aventura espiritual con la contundencia de la muerte. Pero la muerte ya se nos olvidó, es una serie de cifras, ya no la celebramos. El teatro y el arte de la actuación tienen como misión recordarle al espectador la hora de su muerte. Porque sólo así nos damos cuenta de que estamos vivos, y si tenemos que darnos cuenta de ello es porque antes estuvimos muertos.

¿A qué clase de muerte se refiere?

Experimentar la virtualidad no es habitar la vida. Hay una confusión tremenda para reconocer el abismo entre la ficción y la realidad. Beckett es un hombre profundamente erudito, más no explícito, que propone parlamentos enigmáticos. Pareciera decir: somos hijos de la tierra y los hijos de la tierra mueren, pero llevan en el camino un corazón enfermo de infinito. Esta es la paradoja en un presente despojado de espíritu, de sentido y valores, donde todo es un negocio vil y se nos olvida el desafío que implica el otro. El teatro recupera una misión fundamental: la afirmación de nuestra condición de personas porque el mundo se ha mecanizado.

¿Qué simboliza la reproducción de las cintas?

En aquel entonces fue un truco ingenioso para hacer teatro. Pero, en la actualidad, dice algo diferente. En la Revolución Industrial la humanidad celebró la liberación de ciertos trabajos: la constante era el hombre; la variante, la máquina. Hoy es al revés. Vivimos en una tiranía donde la constante es la máquina y la variante es el ser humano. Todo está mecanizado. En la antigüedad la gente peregrinaba hasta Delfos para preguntar por su destino; ahora, va a la esquina para entrar al cajero automático. La relación con esta mecanización también tiene otra lectura. Foucault dijo que hemos confundido los signos con las cosas. La tiranía de la máquina nos ha convertido en máquinas, y eso se ve en el ejercicio de intimidad de una persona con su memoria, a través de un dispositivo que parece ser el propio cuerpo. Yo conservo una fotografía prodigiosa de mi abuelo. Pero no es mi abuelo, es sólo una fotografía de mi abuelo.

¿El teatro es alternativa ante la crisis del ser humano?

Estamos buscando un sentido, estamos urgidos de un sentido, y parece ser que esta civilización ha perdido esa angustia existencial que se pregunta por un sentido. ¿Qué quiere decir esto? El agotamiento de la civilización humana. Es decir, la entrada en la barbarie. Estamos en medio de una barbarie deshumanizada, robotizada. Hay dos palabras que el teatro propone para entender qué es el ser humano. Una palabra es persona. El teatro propone al ser humano que se conciba persona, por eso es el arte de la personificación, el arte de crear personajes. El teatro nos propuso concebirnos personas. Otro momento fue a los inicios del siglo XX, en una obra de los hermanos Čapek se inventa la palabra robot. Curiosamente ese es el dilema y el debate de la inteligencia artificial. ¿Será que las máquinas sienten? Hemos transmutado en robots lo que implica dejar de ser personas y, entonces, dejar de apreciar la condición de las personas. Al desaparecer la persona también desaparecen sus derechos y obligaciones, por eso hay tal desprecio por los derechos humanos. Pienso que por eso se sigue asesinando, pero ya sin saber que se está matando al otro.