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En El secuestro del Papa (Rapito/L’enlèvement/Die Bologna-Entführung, Italia-Francia-Alemania, 2023), crispado film 26 del eterno niño terrible posmaoísta italiano ya de 84 años Marco Bellocchio (Con los puños en el bolsillo 66, La hora de la religión 02, La amante de Mussolini 09), con guion suyo y de Susanna Nicchiarelli, Edoardo Albinati y Daniela Ceselli basado en el ensayo Il caso Mortara de Daniele Scalise, una noche en la Boloña de 1852 el gravemente enfermo bebé hijo de judíos Edgardo Mortara es bautizado subrepticiamente por la sirvienta Morisi (Aurora Canati) para que no se vaya al limbo y debe reportar el hecho irreversible al padre inquisidor Feletti (Fabrizio Gifuni), por lo que seis años después el niño (un archiexpresivo Enea Sala de barbilla partida) es irrevocablemente reclamado por los Estados Pontificios según la ley divina, es prácticamente secuestrado en nombre del Papa y, como corresponde a su condición, se le recluye para su educación religiosa católica en un Centro de Catecúmenos, provocándoles un irreparable dolor a sus padres impotentes Salomone (Fausto Russo Alesi) y Marianna (Barbara Ronchi), cuya comunidad desencadena sin embargo un escándalo a nivel mundial, y al mismo Edgardo, que sigue rezando en hebreo bajo las sábanas nocturnas, pero se adapta sin problema a su nueva situación, deslumbra por su memoria e inteligencia prodigiosa, decide quedarse “por voluntad propia” en el colegio cuando se le da a elegir al cumplir los siete años, rechaza sentimentalmente a sus progenitores, se convierte en favorito del atormentado Papa-Rey con poderes imperiales Pío IX (Paolo Pierobon), hasta que ya adulto, Edgardo (Leonardo Maltese) deviene sacerdote y al igual que sus congéneres debe arrostrar las violentas consecuencias de la reivindicativa insurgencia popular que emancipó a Boloña de Roma en 1870, sin apenas regresar a casa para asistir a la agonía de la madre e intentar en vano administrarle los santos óleos de la extremaunción que ella misma rechaza (“Nací judía y moriré judía”) ignorante de la desazón que padece su vástago como solitaria presa irremisible de una trágica e histórica dualidad catecúmena.
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La dualidad catecúmena sitúa su ceñida, magnificente y bipolarizada recreación histórica dentro de una oscilación continua entre la pomposa épica libertaria monumental a lo clásico garibaldino 1860 de Blasetti (34) y un delicado realismo fabulesconceptual al mejor estilo stendhaliano-rosselliniano de Vanina Vanini (61) y de su desarmante predecesora Viva l’Italia (60), dejando aprehendida la indomable virulencia contra el patriarcal poder abusivo del primer Bellocchio (En el nombre del padre 71) en un soberbio trabajo fotográfico de Francesco Di Giacomo, con amplia gama de ocres iluminados por quinqués o un fulgurante colorido explosivo, ambos reforzados por una pulsional edición de Francesca Calvelli y Stefano Mariotti, con desquiciante ritmo sístole/diástole, porque lo importante es poner en relieve la complicidad nocturna con la madre, la espontánea solidaridad con el consejero amiguito simulador Elia o con un esquelético infante en agonía, el ingenuo atesoramiento de un crucifijo como amuleto de la buena suerte, la pronta respuesta a la inquisidora pregunta sobre la naturaleza del dogma, la furia estallada del Papa de pronto doblegada por su pública ternura hacia el filial Edgardo sentado en sus piernas, el desaforado robo reflejo de un falso Edgardo por un clan judío, o bien, el verboso proceso tribunicio que rebota culpas abstrusas y cuya sentencia adversa no consigue compensar el debilitamiento de la figura del rezandero inquisidor del Santo Oficio por vez primera en prisión.
La dualidad catecúmena ha sido concebida ante todo, en profundidad fecunda, como un drama filosófico, prefigurado por el apasionante tratado Ideas y creencias de Ortega y Gasset, porque diga lo que diga y provoque lo que provoque el infeliz Edgardo tiene ideas pero está en sus creencias, niño adulto o adulto niño siempre desmembrado entre dos religiones, motivo de su condena interior y de su soledad ineluctable, al interior de una evocación de mentalidades y conductas más valores de época con el máximo respeto hacia las dos creencias en juego, la hebrea y la católica, como si ambas tuvieran la razón, pese a sus evidentes excesos, desvíos y colisiones convulsas, y a pesar de sus autoridades representativas, sean los prelados dogmáticos en la lúgubre clausura obsedida por el omnipresente sufrimiento crístico y en la majestuosa suntuosidad vaticana como nunca antes vista (de acuerdo con un prodigioso diseño de producción de Andrea Castorina), o trátese de los rabinos obligados a arrastrarse por el suelo para besar la sandalia pontificia so pena de ser de nuevo recluidos en algún gueto inhumano.
La dualidad catecúmena prescinde en un principio de la música, esa portentosa y mutable música de Fabio Massimo Capogrosso que sólo ha de intervenir de manera esporádica muy después, siempre dotada de la debussyana intención de expresar lo inexpresable y del eiseinsteiniano propósito de entrar en conflicto ideológico-emocional con lo narrado, en episodios muy precisos en forma por demás camaleónica, como una música delicuescente, atronadora, solemne o lírica en contrapunto, según se trate del catastrófico tropezón del Papa contra un Edgardo demasiado solícito y premonitorio de la gran derrota romana, un onírico Cristo carnalmente liberado de sus clavos, la cruel penitencia de lamer el piso, la paralizante irrupción abreboquetes de la turbamulta enardecida, el enfrentamiento del vencido héroe con un hermano cual si fuesen desconocidos en bandos rivales, o la intimidación traidora durante las tardías exequias papales para acabar gritando que se arroje el féretro con los restos mortales al Tíber, antes de darse a la cobarde fuga.
Y la dualidad catecúmena deja a su suerte al expulsado familiar Edgardo en un estrecho espacio fractal del autoabandono absoluto.