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Desde la poesía puede mirarse al abismo. Lo comprendí aquella tarde, preñada de sombras, cuando conocí a Leopoldo María Panero en el manicomio de Las Palmas de la Gran Canaria. Hice mías, entonces, sus palabras, el credo con el que gastó las horas: “Con la locura, como con la verdad, no se puede discutir”. El poeta español, aquel que quiso vulnerar las puertas de la racionalidad para gestar una propuesta literaria tan extrema como luminosa, había pasado más de 40 años en clínicas mentales. Desde su primer intento de suicidio, en 1970, sucedido justo cuando publica su libro iniciático: Así se fundó Carnaby Street, Panero vivió las zonas más oscuras de los procesos psiquiátricos del franquismo: aislamientos, prejuicios y electrochoques para “curar” la homosexualidad. El resultado para aquel joven literato: ataques depresivos, propensión al caos y la necesidad de refugiarse en el alcohol y las drogas en su búsqueda por la libertad en una cultura que negaba cualquier atisbo de rebeldía.
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Nacido en 1948, el poeta vivió el cambio de paradigma de los años sesenta en el mundo. Con el rock como soundtrack (“A los Rolling Stones” está dedicado su poemario debut), se dejó cautivar por esa marea juvenil que, por todo Occidente, exigía un espacio en el transcurrir de la historia. Los lugares comunes del momento se volvieron su biografía. Experimentación sexual, consumo de estupefacientes, protestas universitarias y encarcelamientos arbitrarios, forman parte de su iniciación literaria que fue gestándose entre Madrid, Barcelona y Tánger. Durante uno de esos viajes lo encontró Perre Gimferrer para unirlo a la emblemática antología Nueve novísimos poetas españoles de José María Castellet. Libro que, no sin claroscuros y críticas desbordadas, se erigió como el referente más importante de la renovación poética española a principios de los setenta.
A su figura —ya de por sí seductora entre la promoción— se le sumarían los estigmas de poeta maldito, fusionando vida y obra en un mismo cauce. Los nacidos bajo el signo de Saturno llevan, desde sus primeros años, una huella que los liga a la oscuridad. Para Panero esa marca se dio al recibir el nombre de su hermano fallecido tres años antes, a tan sólo 18 horas de haber nacido. Desde ese momento sus palabras buscaron el “mal-decir”, al explorar los rincones más sórdidos del ser humano. Sus primeros bosquejos literarios, recuperados por su biógrafo J. Benito Fernández en El contorno del abismo y expresados cuando apenas podía hablar, ya exploraban la sordidez encharcada en su alma:
Sacadme de la tumba pero
allí me dejaron con los habitantes
de las cosas destruidas
que no eran ya más que
cuatro mil esqueletos.
Misma senda siguieron los poemarios posteriores en donde las atmósferas lúgubres se mezclan con temas místicos, morbosos, sexuales, escatológicos y un sinfín de himnos a Satán que inician en Poemas del manicomio de Mondragón (1987), continúan con las tres versiones en Orfebre (1994) y, en el mismo sentido, se le rinde homenaje a demás efigies demoniacas en los poemas “A Belial” (Guarida de un animal que no existe, 1998), “Himno a Belcebú” (Los señores del Alma, poemas del manicomio del Dr. Rafael Inglott, 2002), e “Himnos a las divinidades infernales” (Esquizofrénicas o La balada de la lámpara azul, 2004), en el que aparecen los nombres de Astaroth, Belial, Beherito, Tifeo y Yema.
El sol negro en sus palabras fue también nutrido por afluentes de cultura pop, junto a discursos intelectuales. Música y cantantes, personajes históricos y superhéroes, vivencias de las noches de juerga y desenfrenó de sus horas juveniles, filosofía y literatura, política y religión, tratados de psicología y clásicos del cine, conviven sin reparos en sus versos. Y a veces olvidada, Panero jugó siempre con una tenue, pero muy sólida, línea irónica y del absurdo. Llenaba el vacío de la existencia con la risa desacralizadora de los paradigmas racionales que sostuvieron al siglo XX: “La vida no fue más que una torpeza. Y ahora no es más que un recuerdo. El alcalde, en un discurso proclamando la noche, decidió abrir los manicomios: ya no había diferencia entre unos y otros. Estábamos los dos hombres, los cuerdos y los locos, amarrados por la noche” (Conjuros contra la vida, 2008).
Desde la otra orilla de su creación literaria, el año de 1976 es axial para el joven poeta. En ese momento se fundan los orígenes de su popularidad más allá de las letras. Junto a su madre, Felicidad Blanc, y sus hermanos, Juan Luis y Michi —ellos mismos con su propio halo de podredumbre—, aparece Leopoldo en el documental El desencanto de Jaime Chávarri. La cinta se leyó como un ataque a la figura del padre, Leopoldo Panero, enemigo personal de Pablo Neruda y quien se había ganado el título del poeta oficial del franquismo. En las pantallas se ve a ese chico delgado, melancólico, que se refugia en la ironía y que juega a transgredir los límites sociales.
Para cuando aparece la cinta Después de tantos años (1994) de Ricardo Franco, la que podría definirse como la segunda parte de la historia familiar, Panero ya es un hombre besado por la ruina. Las huellas del tiempo y los excesos matizan su actuar y sus palabras. Pero de forma paralela, el poeta presume un reconocimiento dentro y fuera de España. Había apostado todo a la poesía, y la poesía, en contraparte, le había premiado. Ya para entonces, su poética gozaba de un lugar de privilegio entre las más radicales de la tradición en castellano. Ningún juego de azar en este resultado. A lo largo de los años, en su eterno peregrinar por instituciones mentales, Panero no hizo más que escribir, retar con su presencia al discurso del progreso, renegar a ser parte de la pantomima comercial de las letras. Para el poeta era primero la palabra, siempre la palabra, antes que la glorificación del individuo:
“La crítica literaria y artística han hecho de la escritura y del arte un inmenso Funeral: donde, como las ratas en un poema mío, los críticos muerden el pie rosado del artista, murmurando mientras: tú eres Tú: sólo por eso puedo adorarte, tu fotografía, en la contraportada, me tranquiliza [...]: por ella sé que Kafka [...] era sólo Kafka, y si puedo amar a Artaud [...] lo lograré si me dan su foto, el nombre y la fecha de Muerte” (“Prólogo”, en Matemática dementede Lewis Carrol, 1999).
En esta declaración de intenciones puede percibirse que el malditismo, entendido como un andamiaje del ego posmoderno, no es suficiente para asir su propuesta lírica. La penumbra de los versos tan sólo se presenta como un matiz en su cartografía de creación. Al contrario, para Panero, la literatura era “un trabajo, un job, y todo lo que en ella nos cabe hacer es un buen trabajo, y ser comprendidos, cal trovar nos porta altre chaptal (porque cantar no recibe otro capital), como afirmara la Comtessa de Dia” (El último hombre, 1983). No hubo deslindes en su andar, sino que se afianzó en, por y dentro del arte literario. Él mismo era un palimpsesto vivo que se pasaba recitando versos, recordando autores, visitando en su mente las páginas de los libros que le habían susurrado al oído las verdades más ocultas de la noche.
Ahí la línea esencial de su poética. Como bien nos iluminó Túa Blesa —el mayor de sus exégetas—, la poesía de Panero nace, crece, se bifurca y explota en los territorios de lo literario. Por eso mismo entendió que la poesía no es más que una conversación eterna de las palabras ofrecidas para la eternidad: “la literatura, lo mismo que el lenguaje es un ‘sistema de citas’, en el que sólo puede pasar por ‘original’ quien oculta o ignora su procedencia”. En Tensó(1997) lo explica claramente: “Parece ser que no hay plagio literario sino un eterno retorno de lo mismo, y otra vez será la misma luna y el mismo sol, la misma silla y la misma mesa, y otra vez será Góngora en Lezama Lima”.
Con estas dos líneas de referencia —una figura inquietante y una obra que exploraba la vanguardia desde la tradición—, el “poeta mago”, como lo definió Octavio Paz, cruzó el siglo para convertirse en el paradigma del poeta in extremis. Un ser de otra época, tan extremista que despreciaba los andamiajes de la coherencia, que denunciaba la literatura del mercado, que orinaba en las buenas costumbres. Muy pocos como él han hecho de la ruina y el fracaso un afluente poético. Alejado de premios, reconocimientos, medallas, sus libros nos recuerdan la fuerza de la palabra que se busca a sí misma para convertirse en arte.
Sus versos se convirtieron en rock en el álbum Leopoldo María Panero (2004), cuya producción estuvo a cargo de Enrique Bunbury, Bruno Galindo, José María Ponce y Carlos Ann, y que este año presume una nueva edición con cuatro nuevos poemas musicalizados: “La poesía destruye al hombre”, “El tesoro de Sierra Madre”, “El noi del sucre” y “El hombre que solo comía zanahorias”. En las pantallas, su personaje cinematográfico continuó en las cintas Un día con Panero (2004) y Una noche con Panero (2005), que se desprenden del disco mencionado, así como Los abanicos de la muerte (2009) y su aparición en la serie de dibujos animados Adult Swim, de Cartoon Network.
Al igual que las visitas de lectores que llegaban hasta el psiquiátrico para conocerle, su aura se convirtió en leyenda y ficción en las novelas 2666 de Roberto Bolaño, Tal ilusión de Jorge de Comingues, El premio de Manuel Vázquez Montalbán y en el cuento “Apagad el gas antes de iros”, de Luis Antonio de Villena, narración de lo vivido con el madrileño durante una noche de fiesta en 1976. De la misma manera, escritores de varias generaciones le rinden homenaje en El del medio de los Panero. Las apariciones apócrifas de Leopoldo María Panero.
Además de poesía, su bibliografía es conformada por traducciones, narrativa y ensayos, tanto literarios, como académicos, y algunos libros firmados al alimón, logrando más de 80 obras, a las que de forma póstuma se han sumado Papeles de Ibiza 35y Prosas encontradas, e incluso algunos de sus poemarios se publicaron en editoriales tan marginales que ni siquiera figuran en los tres tomos de su obra completa editados por Visor.
En marzo de 2024 se cumplió una década de su partida. El poeta murió solo en el psiquiátrico Juan Carlos I de Las Palmas, donde lo había entrevistado en 2012: “el mexicano que cruzó el Atlántico para conocerme”, presumía. En su habitación, decorada con figuras de Campanita y Peter Pan, tan sólo una parvada de palabras y deseos le acompañó en sus últimas horas. Al pensarlo ante esa soledad como atmósfera de fin de los tiempos, recuerdo sus palabras al despedirnos: “Llámame, por lo menos”. Una petición que se entendía como complicidad entre las tinieblas. Leopoldo María Panero lo había explicado muy bien en sus versos: “Finalmente estar loco se trata de tener o no tener amigos”.