Confabulario

Crucero Caribe

Por cortesía de la UAM, publicamos uno de los cuentos de Crucero Caribe, selección de relatos de la autora puertorriqueña Ana Lydia Vega

Crédito Ani Cortés/ El Universal

De qué mueren los taxistas





Estábamos enroscados en el sofá viendo el final de Taxi Driver. Sentí un calorcito en el cuello y me volteé para enfocar a la doña. La luz del televisor le bailaba en los ojos. Entonces, con esa carita tierna que ella sabe poner cuando tiene algo bien desagradable que decirme, descargó:

—Los fumigadores mueren de cáncer.

Club El Universal

Tanta preocupación por mi salud me dio mala espina. Especialmente, después de tres semanas de cantaleta contra mi resuelve de matón de cucarachas. Lo próximo en agenda era la terapia de motivación y autoestima: que hasta la coronilla estaba de darle zarpazos a su madre para comprar un mísero litro de leche y de tener que defenderme cada vez que la vieja rompía a machacarle que, a cuenta de la bomba de insecticida, jamás ni nunca tendríamos casa propia.

Crédito: Ani Cortés/ El Universal

A la semana, mi compadre ya me había conseguido los mil billetes, cortesía de un prestamista de Capetillo. Y, de la noche a la mañana, me encontré con la palanca de cambios en una mano y un abanico de cartón en la otra. El carro era una bañera mohosa de cuando no habían inventado el aire acondicionado. Le pegué una cartulina amarilla al parabrisas y lo declaré taxi.

La tarde del estreno mundial, le di su champucito de cariño antes de tirarlo a la calle. Casi tres horas estuve sancochándome en aquel sauna ambulante y acordándome de la madre de Robert de Niro. Tres horas, total, para terminar ensalchichado en el tapón de la Baldorioty y sin radio. Estaba loco por recoger a cualquiera aunque tuviera que llevarlo gratis a las ventas del carajo. Por eso la seguí hacia el aeropuerto, a ver si la mala pata bajaba la guardia y mi ratonera de cantazo pinchaba algún rabo.

Me estacioné frente al terminal de American, a distancia prudente de la fila kilométrica de taxis oficiales que acechaban como guaraguaos el próximo vuelo. Me dediqué a observar la movida y a poner cara de chofer asociado, cuestión de desviar las miradas gatilleras que me acribillaban el perfil.

Me entretuve pasándole revista al hembraje. Una rubia en shorts y plataformas dejaba bizco a medio mundo cada vez que remeneaba el material. A punto estaba de largarme a procesar par de cervezas con bacalaítos en las fritangas de Piñones cuando el gentío corrió a pegarse como lapas a los cristales.

Enseguida salieron los primeros pasajeros, los felices que viajan sin maletas. La rubia le cayó encima a un viejo que no traía más que un saco deportivo y se dieron un apretón rompehuesos. El viejo le escurrió la garra por la espalda y le sobó una nalga. Tan pendiente a la película andaba yo que por poco no me doy cuenta de que alguien estaba trasteándome la puerta de atrás.

Estudié al candidato: alto, flaco, picando en los cincuenta. Iba bastante bien empaquetado, aunque la estampa no era de banquero. Quité el seguro, qué cará, las cosas no estaban como para ponerse tan tiquismiquis. Entró y plantó el bulto en el asiento.

—Si me llevas a donde quiero ir, me esperas y me regresas, te metes cien de los buenos al bolsillo.

Pensé en el préstamo del cacharro, en el alquiler atrasado del apartamento, en los avisos vencidos de agua y luz. Me tomó un segundo decidirme y otro arrancar. El tipo se acomodó, se aflojó la corbata, entreabrió la ventana. Alcancé a verle la mueca de disgusto a un taxista de los de la fila y levanté el dedo largo en su honor.

Enfilamos hacia Humacao. El silletazo no iba a ser tan pesado, aunque por cien washingtones me hubiera tirado hasta el Monte del Estado con una goma vacía. El calor y el tránsito habían bajado. El tipo no decía ni ji y a mí me estaba mordisqueando la curiosidad. ¿Viene a ver a la familia?, le piché. Se tomó su tiempo poniéndose unas gafas que traía en el chaquetón.

—No tengo.

—¿Viaje de negocios?

—Más o menos.

—¿Vive en Nueva York?

—Ajá.

No volví a abrir el pico ni para bostezar.

*

Con la monotonía de la autopista y el sonsonete del motor, se me goteaban los párpados. Hubiera dado la virginidad trasera por un pocillo de café. Me espacié viendo prenderse a lo lejos las luces de las casas y me gocé por adelantado la careta de la doña cuando le barajeara los cien verdes en las narices. Casi se me pasa el letrero de la Treinta y vamos a tener a Ponce de rolinpín.

En el cruce de la Tres, me pidió una izquierda. Yo conocía el área porque allí mismo, entre el balneario y el muelle viejo de Punta Santiago, había acampado con los panas la Noche de San Juan. La posibilidad de una transacción nebulosa me pellizcó las tripas. ¿A qué rayos podía bajar un individuo sin familia desde Nueva York a la playa de Humacao si no había de por medio tamaño billetal?

Con uno de cada cuatro focos funcionando, la carretera era el sitio ideal para un asalto. ¿Y si mi cliente tenía algún compinche escondido a la vera del camino? Picadillo a la criolla es lo que harían conmigo cuando sólo me encontraran en la billetera la foto de la doña en sus buenos tiempos corriendo bicicleta por el Parque Central.

—Métete por ahí.

Y por ahí me metí sin chistar. Era un callejoncito estrecho, una de esas veredas de pescadores que llegan hasta el mismo mar. Excepto por el golpe del marullo en la orilla y el jolgorio de los sapos en los charcos, el silencio era de catedral.

Como los ojos de un gato se nos aparecieron las ventanas de una casa de madera trepada en zocos. Apaga las luces, mandó mi pasajero arrimándome la boca al oído. El azote del tufo delató la tanda de tragos que se había zampado en el avión.

—Párate.

La adrenalina me subía por las piernas como un batallón de hormigas bravas. El ojo izquierdo me brincaba como cuando la suegra se pone a leerme los clasificados del periódico. Por el retrovisor, mangué al tipo rebuscando en el bulto. Me agarró velándolo y me flasheó una sonrisita jodedora.

El traqueteo metálico no era para tranquilizar a nadie. La mano encontró su presa y empezó a sacarla con una pasta que me erizó los pelos de la nuca. Los labios se me hicieron tembleque y las palabras saltaron como dientes partidos: Jefe, estoy vacío, por mi madre, quédese con el carro y déjeme ir que tengo cuatro chamaquitos...

Su carcajada me atragantó el embuste. Salud, dijo empinándose una caneca de Don Q. ¿Te cagaste, ah?, repetía entre sorbo y sorbo. Yo estaba más serio que un sacristán y con la vista clavada en el espejo, o mejor dicho, en el bulto donde se zambullía cada tanto la mano nerviosa. En una, pescó un cigarrillo y un encendedor. El carro se nubló de humo. Me pinché la nariz para no estornudar. Y, por fin, desembuchó.

—Me lo juró. Por el crío que le sembré en la barriga, me lo juró. Que por más años que me echaran, por más sola que se sintiera, me iba a esperar.

Yo escuchaba mudo y levantaba las cejas. Los mosquitos me taladraban los brazos sin piedad.

—La cárcel es de piedra, mano, pero el corazón es de cristal.

No me reí por razones obvias. Se le salió un jipío y se limpió las lágrimas. Lo brusco del movimiento me aceleró el pulso. Sentí que se esperaba alguna reacción de mi parte: ¿Qué, le jugaron sucio, compay?

En mala hora. La santa patada que le zafó a la puerta no agrietó el cristal porque Dios es grande. ¡Doce años, coño!, gritaba castigándome el respaldo del asiento. El sudor me bajaba a chorros. Abrí la boqueta para echar algún chistecito de emergencia tipo “calma, piojo, que tu peine llega”. Pero me imaginé la perreta de la doña cuando amaneciera y no me oyera roncándole la serenata en la oreja, y me lo tragué.

La cabeza se me quería partir. Empezaba a ver puntos negros cuando el maldito traqueteo me hizo ajustar el espejo. Lo que se le asomaba ahora entre los dedos me cortó la respiración.

—No te escames, macho, que esto no es pa ti.

Jugaba con el revólver y apuntaba el cañón como para coger puntería. Incliné con disimulo la cabeza por aquello de esquivar la línea de tiro. Y, con un hilito de voz, me atreví a opinar: No

haga eso, don, mujeres es lo más que hay en este país.

Me miró de reojo y se arrimó el revólver a la sien. Mi mueca de terror le provocó un ataque de risa. A esas alturas del juego, yo sólo trataba de acordarme de lo que venía después del pan nuestro de cada día.

De pronto, abrió la puerta. La bombilla le alumbró la frente.

—Espérame aquí.

La sombra de un revólver con brazo que proyectaba la luna sobre la arena me sacudió el pasme. Pensé en el hombre sentado a la mesa. Pensé en la mujer sirviendo las habichuelas. Pensé en el muchachito viendo su serie de acción. Y prendí las luces delanteras.

Ya muy cerca de la casa, el tipo se viró hacia mí y alzó un brazo para protegerse del foco que le quemaba la cara. Hundí el pie en la paleta y, con el volante aplastándome el pecho, di reversa hacia el callejón. Como una ráfaga de ametralladora en el estómago sentí el bocinazo que voló en cantos el silencio.

Vi encenderse la lámpara del balcón. Vi congelarse la silueta al pie de la escalera. Y seguí retrocediendo, sin parar, sin respirar, hasta que, de un salto a ciegas, de puro milagro, aterricé

en la carretera.

Entonces fue que pude despegar el cuerpo de la bocina para atravesar como un perseguido aquella oscuridad.

*

Mi mujer levantó la cabeza y soltó el cupón de revista que estaba recortando con las tijeritas de las uñas.

—¿Qué, chocaste el carro?

Fui directo a la nevera a buscar una cerveza. Mis dientes repicaban en la lata. Tres o cuatro buches me animaron a contarle. Cosa rara, me oyó sin interrumpir. Al final, no se pudo aguantar.

—¿Y no se te ocurrió cobrarle por adelantado?

Sentado en la mecedora del balcón, acabé con las cervezas que quedaban. Dondequiera que ponía la vista, veía la playa, la escalera, la silueta. La doña estaba en el quinto sueño cuando entré al cuarto dando tumbos a las tantas de la madrugada. Y menos mal, porque tenía suficiente alcohol en la sangre como para rasparle sin pestañear que por lo menos ahora ya sabía de qué coño mueren los taxistas.