San José. —Al borde de las lágrimas, pero eufórico, el conspirador, sacerdote católico, poeta, teólogo, escritor, escultor, traductor y político nicaragüense Ernesto Cardenal Martínez abandonó sólo por unos dos o tres minutos la escalinata principal del Palacio Nacional de Managua, sede del Parlamento de Nicaragua, aquel sofocante mediodía del viernes 20 de julio de 1979 y entró al vestíbulo del recinto legislativo a buscar agua.

Tras saciar su sed, ese individuo con aspecto más de roquero y de hippie que de religioso rebelde se abrió campo entre la nube de periodistas, pidió que nadie le hiciera preguntas y volvió a una de las gradas en las afueras del edificio, para reincorporarse a un sitial de privilegio en un momento histórico de Nicaragua.

“¡No me quiero perder esta belleza!”, explicó, emocionado y empeñado en expresar sus profundos sentimientos en un instante irrepetible. “Es mi pueblo. No me quiero perder esto”, insistió ese hombre que murió este domingo en un hospital de Managua a sus 95 años —a causa de padecimientos renales y cardiacos—, y que legó una abundante obra social, política y cultural a un país al que amó con desenfreno.

Nacido el 20 de enero de 1925 en Granada, ciudad del sur de Nicaragua famosa por su riqueza colonial, Cardenal es heredero de una sólida tradición poética que tiene a Rubén Darío como su principal estandarte. Estudió literatura en Managua y luego en México en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; posteriormente realizó otros estudios en Estados Unidos y Europa.

En 1965 fue ordenado sacerdote y publicó sus primeras obras a finales de los años 40. Es considerado uno de los principales exponentes de la poesía latinoamericana a través de obras como Hora 0, Epigramas, Canto nacional, Oráculo sobre Managua, Canto a un país que nace, Tocar el cielo, Telescopio en la noche oscura; así como la obra célebre El Evangelio de Solentiname.

Un día histórico

Cardenal se convirtió aquel 20 de julio de 1979 en uno más de los millones de nicaragüenses a los que les parecía mentira que el sueño de décadas fuera realidad. Por eso, la secuencia del agua ocurrió en un día estelar en Nicaragua.

Decenas de miles de nicaragüenses se volcaron aquel día sobre la plaza frente al Palacio para festejar el derrocamiento de la dictadura de la familia Somoza, régimen derechista que se instaló en 1934 y, a sangre y fuego e implacable, gobernó a su antojo en Nicaragua hasta que fue depuesta por una sangrienta insurrección armada encabezada por la guerrilla del izquierdista Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).

El dictador Anastasio Somoza Debayle huyó el 17 de julio de 1979 de Nicaragua a Estados Unidos. Cardenal viajó el 19 en avioneta desde Costa Rica a la ciudad de León, en el norte nicaragüense ya liberado por el FSLN, junto al escritor nicaragüense Sergio Ramírez Mercado y otras figuras de lo que fue la revolución sandinista, que gobernó hasta 1990.

Al llegar a León, Cardenal sintió la grandeza política de esas horas de pasión y de libertad y, en la portezuela de la aeronave en fila con otros dirigentes, sólo atinó a comentarle a Ramírez: “Huele a plaguicida, huele a Nicaragua”.

Pese a que los residuos de la dictadura dinástica intentaron resistir a la embestida insurgente por unas horas de más muerte y sangre, el 19 de julio se rindieron y los comandantes del FSLN y los principales personajes antisomocistas, como Cardenal, convergieron en el Palacio para celebrar.

La multitud de mujeres y hombres, todavía con fusiles humeantes al hombro, se congregó en la plaza a honrar a sus mártires y escribir una nueva página en la historia de Nicaragua.

Por eso, Cardenal apenas se alejó por unos dos o tres minutos de su puesto para beber agua y regresar con rapidez: el poeta que conspiró en la batalla bélica contra los Somoza en una isla del archipiélago de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua o Cocibolca, no quería perderse ni un segundo del callejero festejo popular.

Pasadas las primeras horas postdictadura, Cardenal asumió como ministro de Cultura de Nicaragua, en un cargo crucial en una revolución izquierdista con tendencias de atea que le llevó a entrar en conflicto con el Vaticano. Fue así como el papa Juan Pablo II (1920-2005) le increpó en público en la pista del aeropuerto de Managua en una gira por una Centroamérica sacudida por las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala y por la pugna ideológica entre comunismo y anticomunismo.

El Pontífice reclamó a Cardenal que profesara ideas que renegaran de las creencias religiosas. Juan Pablo II suspendió a Cardenal del ejercicio sacerdotal a partir de febrero de 1984, en un castigo que el papa Francisco derogó en febrero de 2019.

Pese al acoso de Roma, Cardenal siguió leal a la revolución sandinista y reafirmó su apego a una causa que acogió desde joven, como cuando integró de la fallida Revolución de Abril de 1954 contra la dictadura somocista, en una gesta mortal en la que se involucró tras empaparse de rebeldía en México.

Luego de educarse en Nicaragua, Cardenal viajó a la capital mexicana a estudiar Filosofía y Letras en la UNAM de 1942 a 1946, en una instrucción que prosiguió en centros universitarios de Estados Unidos, España, Suiza e Italia.

Sin desprenderse de su antisomocismo, en 1957 entró en Estados Unidos a la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, conocida como Orden de la Trapa, pero de la que se salió en 1959 para estudiar teología en Cuernavaca, y ordenarse sacerdote en 1965 en Managua.

La comunidad utópica

Ernesto Cardenal se fue al Cocibolca a fundar una comunidad cristiana con pescadores y artistas entre lecturas de las obras del nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), máximo representante del modernismo literario en español.

En esas islas alentó sus conjuras guerrilleras contra los Somoza con ansias de libertad. Derrotada la revolución del FSLN en las urnas en 1990, Cardenal se salió de ese partido en 1994 para expresar su profundo malestar con la conducción política de Daniel Ortega Saavedra, consolidado como principal jefe sandinista.

Empeñado en desnudar a Ortega y a su núcleo, Cardenal escribió La revolución perdida, un libro de 2004 en el que reveló entretelones del enriquecimiento y de la traición de la cúpula partidista a los principios sandinistas.

El distanciamiento recrudeció cuando Daniel Ortega asumió la presidencia en 2007 y se agravó a partir de que, en abril de 2018 y en respuesta a una revuelta popular, el régimen orteguista desplegó una indiscriminada represión política que colocó a Cardenal otra vez al borde de las lágrimas, pero sin euforia como cuando festejó frente a decenas de miles de nicaragüenses en la sofocante Managua un mediodía de julio de 1979.

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