Aún no veo la película, pero tengo muchas ganas. Incluso antes de leer artículos tan interesantes como el de Willa Paskin en el New York Times (23/07), que explica la libertad y la intención de su directora Greta Herwig, la postura de Mattel y el respaldo de la productora para una mirada atrevida, el tráiler me había hecho sentir que también esa película era para mí. Ahí leo que Herwig quiso “que el matrimonio efervescente de cineasta y material rompiera la cacofonía de la vida contemporánea y devolviera un trozo de plástico en edad de jubilación al espíritu de esta época”. Barbie es tan sólo un poco más joven que yo. ¿Cómo es que yo que recibí mi primera Barbie al regreso del viaje de mis padres en 1964 se podía emocionar con la idea de Barbielandia, de una película que ensartaba en un collar de continuidad y cambio a varias generaciones? Aquella Barbie recreaba el espíritu de su tiempo también, llevaba el pelo lacio, un vestido corto ceñido al cuerpo con cinturón a la cadera, cuello halter y botas, claro, con tacón. Esa Barbie que aún vive en un cajón, con una rajada en la mandíbula y el pelo revuelto, fue azafata, se subió a un coche rosa, se rió con su amiga Midge, y con su hermana Skipper, y… suspiraba por Ken. No las vendían en México, si alguien viajaba a Estados Unidos era un tesoro que nos mostrara el nuevo atuendo y zapatos para la muñeca con la que jugamos mi hermana y yo, las amigas y luego mis hijas. Fui feliz regalando a mis hijas las Barbies que pedían y que ya estaban al alcance en las tiendas de México. Incluso, la menor tiene algunas de colección vestidas de charra o de tailandesa o de Mary Poppins.

El cajón que guarda ese universo creció y aún está en casa esperando a la nueva generación que se dará gusto con las Barbies de todas tallas y colores, facciones latinas, asiáticas o africanas en el giro atinado que dio Mattel en el 2015 a la muñeca que inventó Ruth Handler. Un banquete de Barbies en un mundo diverso donde los niños construimos una realidad virtual.

Confieso que aún husmeo los pasillos de las tiendas de juguetes para ver las cajas con esa muñeca que ahora es veterinaria, astronauta, usa silla de ruedas, o es basquetbolista. Me deleito contemplando porque pienso en una suerte de felicidad que acompañó mis días, mis anhelos, aprender a coser con mi abuela que hizo el vestido de novia para la Barbie, bordado de lentejuelas y muy setentero con su talle alto y su silueta sencilla. Quiero ver la película para tocar mi fascinación y rozar esa ira que provocaba un ideal de belleza inalcanzable para quienes teníamos el cuerpo invertido, cadera ancha y senos menudos. Quiero ver la película con las que ya rebasamos la edad de jubilación y deseamos contemplarnos en dos mundos, dos tiempos, eso sí vestidas de rosa, porque la película nos propone un juego imposible en la vida cotidiana y porque el mundo no es rosa. Dicen que el furor rosa se ha desatado y escasean los productos de ese color, me emociona la idea de que una película logre hacer con inteligencia y un discurso contemporáneo lo que en su momento hicieron las muñecas con nuestras vidas. Dice Paskin sobre la película: “Después de décadas de preocuparse porque las niñas quisieran ser tan perfectas como Barbie, Gerwig presenta una Barbie que lucha por ser tan resistente como nosotras.” Veré la película y después abriré ese cajón intocado, esas bolsas llenas de ropa envejecida para disfrazar muñecas, quiero saber que el mundo plástico tuvo y tiene un sentido.

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