El 30 de julio de 1968 un pelotón militar destruyó de un bazucazo la puerta principal de la Escuela Nacional Preparatoria.

El 18 de septiembre de ese mismo año tanques del Ejército mexicano y diez mil soldados ingresaron a Ciudad Universitaria. Durante el operativo seiscientos estudiantes fueron detenidos con arbitrariedad.

Seis días después, durante la madrugada, las Fuerzas Armadas ocuparon instalaciones del Instituto Politécnico Nacional (IPN): el Casco de Santo Tomás, Zacatenco y también la vocacional número 7.

Para conmemorar los cincuenta años de aquel lastimoso episodio de la historia mexicana, el jueves de la semana pasada la Cámara de Diputados aprobó una iniciativa de ley que le entrega enorme poder a las Fuerzas Armadas, la Marina y la Fuerza Aérea; mucho mayor del que tenían en 1968.

El dictamen de la ley de Seguridad Interior que será discutido en la Cámara Alta, en vez de entregarle certidumbre jurídica a la actuación militar en la lucha contra el crimen organizado, normaliza el autoritarismo en el país.

Como concesión graciosa los redactores de esta pieza legislativa incluyeron una cláusula que previene frente al uso de la fuerza militar contra las protestas de carácter social o electoral. Cabe sin embargo recordar que en 1968 el presidente Gustavo Díaz Ordaz ordenó que el Ejército persiguiera a los jóvenes estudiantes porque los consideró agentes de una conspiración internacional dispuesta para destruir al Estado mexicano.

¿Cómo olvidar el discurso que dio durante su cuarto informe de gobierno?

“No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos.”

Un mes después, el gobierno asesinó a los jóvenes en la Plaza de las Tres Culturas, no porque estuvieran protestando en la calle, sino porque eran una amenaza para la seguridad nacional.

El problema entonces, y ahora de nuevo, es la ambigüedad que permite utilizar el concepto de seguridad nacional para justificarlo todo.

La iniciativa aprobada el jueves tiene como principal deficiencia que no traza fronteras claras entre la seguridad pública, la interior y la nacional. Peor aún, una lectura sistemática de ese texto lleva a concluir que las Fuerzas Armadas pueden asumir como nacional cualquier tipo de seguridad, y por tanto intervenir sin freno ni contrapeso en ámbitos que no son constitucionalmente de su competencia.

No tiene desperdicio el artículo 6 del dictamen enviado al Senado: “… las Fuerzas Armadas … implementarán, sin necesidad de Declaratoria de protección a la seguridad interior, políticas, programas y acciones para identificar, prevenir y atender oportunamente los riesgos contemplados en la Agenda Nacional de Riesgos.”

Es decir que no es siquiera necesario que el Consejo de Seguridad se reúna para que las tropas atiendan “oportunamente,” actos como “la interferencia extranjera en asuntos nacionales” (artículo 5 de la Ley de Seguridad Nacional) —es decir, aquello por lo que fueron acusados, y por tanto masacrados, los estudiantes del 68.

La Ley de Seguridad Interior podría haber sido una cosa buena para la salud democrática del país de haber tenido como sincero propósito aportar elementos de certidumbre para las Fuerzas Armadas cuando combaten al crimen organizado.

Sin embargo, al extender la definición de seguridad nacional hacia cualquier ámbito de la seguridad (pública e interior) —es decir, al devorarse la primera definición a las otras dos— se abre la peligrosa puerta de incrementar al infinito la presencia de militares en aquellos ámbitos que, en cualquier democracia, han de ser gobernados por la autoridad civil.

Este texto es peligrosísimo porque en vez de precisar y acotar la actividad del Ejército —en vez de dotarle de verdaderos asideros constitucionales— sus redactores optaron por entregarle tanto poder a las Fuerzas Armadas como no lo habían tenido desde que concluyó la Revolución mexicana.

Destaca también el tiro de gracia que se le impone al federalismo. Calificando con tanta facilidad cualquier tema como de seguridad nacional, los estados quedarán sometidos, sin redención alguna, a las voluntades del gobierno nacional y sobre todo de las Fuerzas Armadas. Ni los conservadores más centralistas del siglo XIX se hubieran atrevido a una propuesta así de grave.

ZOOM:

El Ejército pidió reglamentar su presencia en las calles para combatir al crimen organizado. En revancha, el poder civil decidió abdicar a sus potestades para entregar todo a los militares. Más tarde que temprano nos arrepentiremos de esta temeraria decisión.

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