Cabe temer que la confrontación no se detenga el día después, que la polarización se prolongue, que la intolerancia se instale, que el lenguaje violento haga imposible la conversación, que se asfixie la crítica, que se destierre la diferencia.
El ambiente hostil que ha marcado a esta contienda no es democrático, si definimos democracia como lo hizo John Stuart Mill: como el gobierno mediante el diálogo.
La estridencia de los extremos está haciendo imposible el intercambio entre razones diferentes: predominan la descalificación, el insulto, la condescendencia, la arrogancia y la insolencia. Somos una comunidad que normalizó el lenguaje violento.
Los más optimistas creen que, después del primero de julio, regresarán las aguas bravas a la calma; como por arte de magia el triunfo de un nuevo líder para la República hará que la fiesta se imponga sobre la tragedia.
En el otro polo, los pesimistas tienen miedo; temen que el triunfalismo encabronado los arrolle, los acose, los extermine. El megáfono que ha proferido ataques sin contención, durante estos meses de campaña, se asoma apenas como una probada de lo que podría venirse después.
Quienes nos dedicamos al oficio periodístico también nos inquietamos porque, el día después, podría ser tierra agreste para hacer nuestro trabajo, contexto ingrato para nuestro oficio, que es esencialmente incómodo para el poder.
Esta campaña ha sido hostil para el pensamiento crítico porque, sin importar los méritos o las bases de cada argumento, se descalifica haciendo pedazos al emisor con adjetivos a la vez venenosos e infantiles, sin que las razones alcancen gravedad ni respeto por el hecho de haber sido expresadas desde la diferencia.
No hay voz en la política que se haya comportado decente en esta temporada electoral: desde las barbaridades de Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, que propone cortarle la mano a los corruptos o la facilidad con que el disidente es acusado de pertenecer a “la mafia del poder,” pasando por la rabia con que se promete meter a la cárcel al presidente saliente, o el al estribillo oxidado del peligro para México.
La clase política está convencida de que todo se vale durante el proceso electoral porque desconoce que las palabras son recurso privilegiado para movilizar estados de ánimo, y por tanto para construir o destruir realidades.
Hay una liga directa entre la violencia verbal y la violencia física: la hay entre los más de cien candidatos asesinados en esta contienda y la capacidad de los liderazgos políticos para exacerbar el desprecio por el otro.
El día después tendrá como principales necesidades una escoba y un recogedor, porque la irresponsabilidad de la política dejará un inmenso tiradero.
Por eso el día después es una iniciativa brillante, promovida por el actor Diego Luna y otros mexicanos, para conjurar la polarización, la violencia y la intolerancia, para asegurar que la crítica sobreviva y para promover el diálogo plural y respetuoso, independientemente de quien salga triunfador en las urnas.
Para enfrentar los grandes desafíos serán necesarios lo puentes y no los barrancos; el día después es una iniciativa que pide, a cada persona, hacerse responsable de construirlos.
Diego Luna ha hecho un llamado a la clase política para que, el día después, detenga su rijosidad, pero también nos ha dedicado a los medios un argumento elocuente: porque el periodismo igual moviliza el lenguaje, nuestro oficio puede reconciliar a la sociedad mexicana, o bien continuar apartándola.
ZOOM: La libertad de expresión tiene al pensamiento crítico como motor, y como faro en el horizonte crecer la coexistencia pacífica entre los diferentes. El día después será crítico para construir paz, tolerancia y respeto a la diversidad, o no habrá día después.
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